sábado, 19 de diciembre de 2009

A propósito de La elegancia del erizo, de Muriel Barbery

Acabamos de asistir esta semana al estreno de la película que ha supuesto el debut cinematográfico como directora de la actriz y guionista francesa Mona Achache, y que se ha presentado al público bajo el título de El erizo, adaptación de la aclamada novela La elegancia del erizo de Muriel Barbery, publicada en España en el año 2007.
Es éste un libro interesante y atractivo en el que varias vidas, a cual más dispar y distantes en edad, posición social, necesidades e intereses, se entrecruzan por azar en un elegante edificio del París más burgués.
El tema, en principio, nada presenta de motivador o particular. Su trama no radica en la historia en sí sino en las características personales de los protagonistas, que el lector descubre poco a poco, y en las relaciones que casualmente surgen entre ellos: una niña superdotada y maniática, una portera de apariencia vulgar pero refinada inteligencia, y un rico y misterioso empresario japonés, cuyas existencias se limitan a sus propias vidas permaneciendo ajenos al mundo que les rodea, encerrados en sí mismos y escondidos tras la espinosa piel de un erizo.
Todos pasan desapercibidos para el resto, personajes secundarios, reaccionando únicamente al sentirse amenazados.
Son individuos que no necesitan de los demás. Se encuentran aislados y disfrutan de esa situación sin permitir, en ningún caso, que se vulnere su soledad; no buscan la comprensión ni el afecto pues cada uno a su manera ha aprendido a protegerse del mundo y no desean ser acariciados salvo por seres de su misma especie. El punzante caparazón que todos ellos poseen los protege y defiende de aquellos que los rodean, e incluso en ocasiones de sí mismos.
La especie a la que estos seres pertenecen no está relacionada en modo alguno con el género biológico sino más bien con valores espirituales, adquiridos tal vez. En ella se integra un reducido grupo de criaturas sensibles, de individuos capaces de apreciar lo que hay detrás de un repugnante caparazón de afiladas espinas, detrás de una vulgar portera de edificio, de una excéntrica niña rica o de un imponente y sibarita empresario oriental. Todos ellos tienen en común y comparten la delicada virtud de poder ver a los demás más allá de las barreras que impone la relación social, o mejor dicho, la convención social.
Los escasos y excepcionales seres que integran este grupo no permanecen ajenos los unos a los otros; se perciben, son capaces de reconocerse de forma, incluso, intuitiva. Ese don especial, esa delicadeza en la percepción de lo que afecta al hombre en su vida diaria, la observación y valoración del otro y de sus actos, la necesidad de cultivar el interior por el mero placer de sentirlo, de hacerlo y de percibirlo, crea una relación tan intensa como frágil entre ellos que llega a su fin de forma trágica e inevitable cuando la realidad, con un final inesperado, pone a cada uno en su sitio - si existe un sitio para cada uno.
No hay otra salida para los seres superiores, sí, superiores y elegantes. Están ahí, a nuestro alrededor, repletos de excentricidades, pero siempre solos, confinados en la isla de la incomprensión de los demás; condenados a vivir en la vulgaridad y superficialidad que hoy impera en nuestra sociedad.
Mucho se ha escrito sobre esta novela pero recuerdo ahora una opinión que hace tiempo leí en internet y que me sorprendió bastante: alguien definía la obra como "una suma de estereotipos".
Probablemente quien tal afirmaba desconocía con toda seguridad el significado de dicha palabra pues para que exista un estereotipo es condición indispensable la creencia por parte de la sociedad, a veces errónea y basada en motivos defensivos, de que existe un nutrido grupo de personas reales las cuales reúnen una serie de características comunes que le son atribuidas de manera sintética a ese individuo llamado "tipo" o "estereotipo" el cual, de algún modo, generalmente bastante llamativo, representa.
Sin embargo, si algo destaca en este libro es que los personajes que recorren sus páginas son especiales, diferentes y extraordinarios, y, en mi opinión, sobresalen por la escasez de sujetos con las cualidades que muestran los que describe Muriel Barbey. Sin olvidar, por supuesto, que estamos ante una obra de ficción.
Por ello, nada más lejos de la realidad que denominarlos “estereotipos”. Tanto Renée como Paloma o Kokuro son personajes atípicos, singulares y especiales; seres oscuros y brillantes, ariscos y tiernos, complejos y sencillos al mismo tiempo. Nada vulgares, nada comunes, nada frecuentes. Y por todo esto, incomprendidos, aislados y rechazados.
No obstante, pese a que entre sus características esenciales destaca el hecho de mostrarse adustos, huraños, retraídos y ariscos, Muriel Barbery consigue, conforme avanza la historia, que los tres protagonistas despierten -no sé por qué oscura razón y de qué extraña manera- simpatía y ternura en el lector que se ve seducido por esos caracteres insociables; quizá precisamente sea ese rechazo del que son “¿víctimas?” la razón de dicha atracción.
Pero la realidad se desvela tras la ficción y las agrias y difíciles relaciones sociales que pinta la autora a través de la mirada de sus tres protagonistas no son más que el reflejo real del mundo de hoy día.
Podemos negarlo, si nos apetece o ello tranquiliza las conciencias, pero para gran parte de la sociedad la elegancia de un erizo es inadmisible y la apariencia lo es todo. Cada cual es lo que los demás ven, y lo que los demás ven es lo que aparenta.
Sólo algunos elegidos, seres como los personajes que se dan cita en el número 7 de la calle Grenelle, pueden percibir dicha elegancia.
Este libro es, en fin, un canto a la vida, a la inteligencia y a la reflexión a pesar de que la muerte está ahí, siempre presente, acechando a todos y poniendo las cosas en su sitio. Lo que no puede ser, no puede ser. Un erizo es un erizo. Y punto.