miércoles, 15 de diciembre de 2010

MIGUEL HERNÁNDEZ Y EL IMPRESIONISMO LITERARIO. EL JUEGO DEL COLOR

Pintada, no vacía:
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.


“Canción última"



La obra poética de Miguel Hernández se halla, verso a verso, impregnada de los colores que, desde niño, acompañaron las vivencias del autor. La luz mediterránea de su Orihuela natal le mostró desde la más tierna infancia una amplia gama de tonos que, con múltiples matices, quedaron grabados en su joven retina y que, de una u otra forma, sirvieron con el tiempo para profundizar en la esencia del mundo que rodeó al hombre y al poeta, y constituyeron un punto de apoyo para expresar de forma sencilla las propias experiencias o emociones mediante una especial asociación entre color e impresión, entre color e idea, alcanzando éste un protagonismo notable y mostrando una presencia constante a lo largo de toda su obra. El autor no pudo, ni quiso, sustraerse a la influencia de ese colorido y se sirvió de él como instrumento para ofrecer un nuevo sentido a las palabras y reflejar mejor su alma de poeta de la vida.
No obstante, sería poco acertado considerar que fueron exclusivamente estas experiencias de infancia y juventud las que marcaron tan acusada preferencia por el uso del color como vehículo de expresión, pues si bien definieron su estilo no constituyen la única explicación de la vasta presencia de este componente en su obra.
Hay que recordar, en este sentido, que Miguel Hernández, quizá por su temprana afición al dibujo, mantuvo a lo largo de su vida una especial relación con el mundo de la pintura, arte del color por excelencia, por la que se sintió especialmente atraído. No en vano contó entre sus amistades con artistas de la categoría de Benjamín Palencia, Maruja Mallo, Abad Miró o Fancisco de Díe, autor del cartelón para Perito en lunas y al que el poeta se dirigía como “mi amigo Paco”. El propio escritor, de hecho, solía dibujar , lo cual es una clara señal de la existencia en él de una vocación pictórica frustrada que trasladó por medio de la palabra a su obra y que, por otro lado, influyó claramente en su quehacer poético.
Miguel Hernández es uno de los poetas que ha sabido, como pocos, dominar la técnica de pintar el mundo con una gama de colores que pasa por todos los matices imaginables, si bien, no perceptibles por la vista: la palabra es en él la pincelada con la que refleja una realidad que no siempre le fue amable y que por ello abarca un campo cromático que se extiende desde blanco, el color de la luna, de la infancia y de la felicidad, hasta el negro del luto, de la muerte, de la ausencia y de la soledad, llegando incluso en algunas ocasiones a con-fundirse en un mismo:

Tú de blanco, yo de negro,
vestidos nos abrazamos.
Vestidos aunque desnudos

tú de negro, yo de blanco.


Cancionero y romancero de ausencias. 108

El color como cualidad de las cosas no es más que cierto juego de luz que otorga a los objetos un carácter peculiar o distintivo pero que en la obra del poeta oriolano se transforma y adquiere un nuevo valor recorriendo todo un abanico de posibilidades, constituyendo un arco iris de sensaciones: dolor, amor, guerra, muerte, sufrimiento, paternidad, separación, ausencia y soledad adquieren en su obra un tono propio que será expresado mediante el uso de numerosas y variadas expresiones lingüísticas asociadas al color y capaces de trasmitir el más hondo sentir humano.
Con una más que generosa paleta cromática ha sabido como pocos captar no sólo la apariencia de las cosas, del mundo alrededor, sino trasmitir junto con ello la esencia de la propia alma del poeta; el autor logra plasmar así una visión de la realidad, su visión, que va más allá del propio hecho lingüístico. El color es el vehículo y el instrumento que le permite expresar de forma precisa, ya sea consciente o inconscientemente, sus sentimientos y trasmitirlos al receptor en estado puro.
Tras la lectura atenta de la poesía hernandiana se desvela una ingente variedad de términos que de forma directa o indirecta apuntan al color y acercan al lector no sólo a la apariencia externa de lo descrito o nombrado sino – lo que es más importante- a la impresión que ello causa en el poeta y de la que, a través de dichos elementos, hace partícipe al receptor.
Sus versos, impregnados pues de ese colorido, constituyen una poesía de las impresiones, que apunta directamente al sentimiento cuyo efecto es un hecho que trasciende la mera expresión en sí, de modo similar a como la pintura mediante sus trazos coloristas produce una determinada reacción en aquel que la contempla; los colores, en este sentido, tienen una función tan importante como el propio significado de las palabras. Se trata de una evocación a través de la impresión y, en base a ello, podemos afirmar que nuestro poeta alicantino se encuentra en la línea de los grandes maestros del llamado Impresionismo Literario representado por figuras como Verlaine, Rilke, o Mallarmé cuya intención esencial -como este último declaró- era “pintar no la cosa, sino el efecto que produce”, idea que se halla claramente en consonancia con el concepto que de la poesía representa nuestro autor y que también reconocemos en figuras de la talla de Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez o Rafael Alberti, aficionado como él a la pintura, con los que comparte, además, ese gusto por el uso del color como forma de expresión.
El crítico y escritor argentino Ángel J. Battistessa recoge de manera muy acertada, en un interesante estudio sobre la obra poética de Rilke, algunos de los puntos clave que reflejan la esencia de lo que se ha denominado impresionismo en literatura señalando que dicho movimiento “no tiende a la directa reproducción de las cosas, sino a la reproducción de la impresión que las cosas nos producen. Al impresionismo no le interesa lo que son las cosas en su aristada desnudez objetiva; lo que le interesa -y esto es lo único objetivamente- es el cómo se aparecen esas cosas en una circunstancia o momentos determinados.”
Así entendida la poesía, podemos afirmar que en los versos de Miguel Hernández la palabra evoca, y al mismo tiempo provoca, un cúmulo de impresiones matizadas y concretadas por los campos semánticos o asociativos referidos al color en los que se aglutinan los términos empleados y cuya elección viene determinada, en la mayoría de las ocasiones, por la percepción que de la realidad experimenta el autor y que exterioriza a través de éstos. De ahí que un mismo tono no presente idéntico referente en todas las composiciones sino que se constituya en símbolos diversos, es decir, con un significado especial y único producto de distintas vivencias coyunturales.
Los mismos colores se transforman con cada nueva aparición perdiendo no sólo su valor semántico original sino entrando a formar parte de un campo asociativo específico y diferente. Así, por ejemplo, en Perito en lunas, el blanco se constituye, como símbolo de la luna, en metáfora de lo cotidiano, fruto de la contemplación de la que era objeto por parte del joven Miguel durante las noches vividas al raso cuidando del ganado o simplemente la presencia constante de este elemento en los paseos nocturnos por unas calles que apenas contaban con iluminación; mientras que, por otro lado, en composiciones posteriores, asociado a la nieve, la leche o la luz es capaz de trasmitir todo un abanico de emociones que van desde el amor, la felicidad o el deseo a la rabia, el dolor, la decepción o la soledad:

Tejidos en el alma, grabados, dos panales
no pueden detener la miel en los pezones.
Tus pechos en el alba: maternos manantiales,
luchan y se atropellan con blancas efusiones.

“Hijo de la luz y de la sombra”


Verde, rojo, moreno: verde, azul y dorado;
los latentes colores de la vida, los huertos,
el centro de las flores a tus pies destinado,
de oscuros negros tristes, de graves blancos yertos.

“A mi hijo”

De igual modo sucede con el azul, metáfora modernista por antonomasia, con la que, en sus primeros poemas, pinta el cielo mediterráneo de la infancia y que el poeta, todavía no azotado por el látigo de la vida, inocente y feliz, contempla sobre el campo de su Orihuela natal; pero es ése el mismo tono que en el Romancero y Cancionero de ausencias pasa a formar parte de un grave conjunto de elementos lingüísticos que semánticamente remiten a la angustia, al vacío y al sufrimiento que provoca en nuestro autor el dolor por la ausencia del hijo muerto:

El cementerio está cerca
de donde tú y yo dormimos,
entre nopales azules;
pitas azules y niños
que gritan vívidamente
si un muerto nubla el camino.
De aquí al cementerio,
todo es azul, dorado, límpido.
Cuatro pasos, y los muertos.
Cuatro pasos, y los vivos.
Límpido, azul y dorado,
se hace allí remoto el hijo.

Cancionero y romancero de ausencias. 6

Blanco, negro, rojo, nieve, luto, sangre, nata, azul, sombra, luz, dorado o plata son términos que aparecen continuamente en sus versos y que presentan un fuerte componente simbólico: una palabra remite a un elemento diferente del que contiene su significado denotativo mediante asociaciones particulares, y en el fondo de esas asociaciones se encuentra más que cualquier otra relación el color.
El lenguaje del poeta de Orihuela se presenta así como un lenguaje plástico y visual, repleto de términos que sugieren directamente el color o lo insinúan, de metáforas sensoriales en las que la palabra, por su capacidad poética y no sólo descriptiva, aislada o en combinación con otros elementos, logra arrastrar al lector al mundo interior del autor y participa con él de los sentimientos o emociones que pretende transmitir y que van más allá de lo directamente expresado.
Emisor y receptor comparten así una misma realidad y experimentan similares emociones por medio de la impresión que produce la palabra. Mediante imágenes asociadas a determinados colores, bien fruto de la individualidad del poeta, bien establecidas por una tradición anterior, metáforas intimistas o contrastes, el autor logra ir más allá de la propia expresión verbal y consigue exteriorizar aquello que se oculta a la vista.
Para Miguel Hernández, la poesía constituye mucho más que un mero ejercicio estilístico; se convierte en una necesidad vital de expresión del yo que plasma mediante un lenguaje poético cargado de imágenes sensoriales entre las que destacan aquellas que en mayor o menor medida hacen referencia al color.
Y es, en fin, este juego del color el que nos permite penetrar en un mundo de emociones personales del que se hace partícipe al lector y mediante el cual el alma del poeta se torna accesible y de desvela en toda su grandeza.

Todo era azul delante de aquellos ojos y era
verde hasta lo entrañable, dorado hasta muy lejos.

Porque el color hallaba su encarnación primera
dentro de aquellos ojos de frágiles reflejos.


domingo, 10 de octubre de 2010

SEMILLA DE LOS SUEÑOS: Homenaje personal a Vargas Llosa


Con la concesión del prestigioso premio Nobel de Literatura al escritor peruano Mario Vargas Llosa nos hemos encontrado los periódicos y revistas inundados de artículos y testimonios sobre el homenajeado; y la mayoría de ellos nos presentan diferentes aspectos de su faceta profesional en el ámbito literario y político.
Hoy, 10 de octubre del 2010,  nadie desconoce ya que este escritor va a publicar en breve El sueño del celta, su última novela, o que es el autor de obras tan conocidas como La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en la catedral, Los Cachorros, Pantaleón y las visitadoras o La Fiesta del Chivo, algunas de ellas llevadas al cine con mayor o menor éxito. A un día de haber recibido el máximo galardón, la mayoría de los ciudadanos han podido leer toda clase de informaciones sobre sus comienzos como periodista -actividad que no ha abandonado nunca-, sobre los múltiples reconocimientos y premios que posee (entre ellos el Príncipe de Asturias, Cervantes o Planeta, en España), y ya se habrán enterado también de que es miembro de las Reales Academias  de la Lengua Española y Peruana o que ha sido investido Doctor Honoris Causa por numerosas Universidades de todo el mundo; además -cómo no- muchos recordarán su incursión en el mundo de la política cuando en 1990 se presentó a las elecciones para Presidente de su país y la derrota posterior que le obligó a abandonarlo, circunstancias por las cuales se instala en España adoptando la doble nacionalidad que posee desde entonces.
Es decir, que la faceta pública se presenta suficientemente conocida y es en esencia la que los medios de comunicación  se están afanando por dar a conocer al mundo, en parte como homenaje y reconocimiento al gran escritor.
No obstante, en mi caso sucedió algo curioso, quizá por esa tendencia tan española de fisgar en las vidas ajenas -siempre me ha interesado enormemente la dimensión privada de los personajes públicos-: en el momento en que apareció el secretario de la Academia Sueca leyendo la noticia, no recordé sus grandes obras, o que el año pasado visitó la ciudad en la que vivo para ser investido Doctor Honoris Causa, o todas las obras suyas que leí cuando era universitaria; no, lo que en aquel momento vino a mi mente fueron algunas anécdotas de su vida personal, mucho menos conocidas que las de su vida pública. En ese momento -digo- volvió a mi memoria un artículo suyo que leí hace años en el que el propio autor recordaba su infancia feliz y el origen de su amor a la literatura, ambos indisolublemente unidos. Se titulaba “Extemporáneos: Semilla de los sueños”. No recuerdo ahora cómo llegó a  mis manos aquel texto pero sí el placer que su lectura me reportó pues me ofreció una visión diferente, mucho más cercana y humana de aquel escritor sobre el que, debo confesarlo, tenía ciertos prejuicios, especialmente debidos a sus continuas incursiones en la política, actividad que aborrezco.
Me sorprendió especialmente por lo diferente que me pareció respecto a todo lo que había leído, incluso muchos de sus otros artículos, siempre plagados de connotaciones ideológicas, políticas o meramente literarios. No llegaba a ver nunca al hombre en ninguno de sus textos, sólo al ciudadano, al ideólogo comprometido, al individuo luchador y reivindicativo. Éste era un texto mucho más sencillo, más natural, incluso tierno, como escrito por un niño grande.
La magia de internet me ha permitido volver a leerlo y quiero que éste sea el punto de partida de mi pequeño homenaje a este escritor, fiel a sus principios, socialmente comprometido, que no ha temido decir lo que piensa, pese a las críticas, que son muchas, y cuya labor literaria acaba de ser reconocida con el Premio Nobel.

El artículo comienza así:

“La casa de la calle Ladislao Cabrera, en Cochabamba, donde viví mis primeros años, tenía tres patios. Era de un solo piso y muy grande, por lo menos en mis recuerdos de esa edad, inocente y feliz. Lo que es para muchos un estereotipo —el paraíso de la infancia— fue para mí una realidad, aunque, sin duda, embellecida desde entonces por la distancia y la nostalgia.”

El primer personaje que aparece en ese “pseudorelato autobiográfico” es la abuela Carmen, para a continuación desfilar por él tíos, primos y parientes que constituían lo que denomina la “vasta tribu familiar” cuyos integrantes, especialmente los más cercanos como los abuelos,  forjaron de diferentes formas el Vargas Llosa que conocemos hoy, hombre comprometido y escritor excepcional.
Sus primeros versos fueron escritos cuando contaba nueve años y en esa precoz vocación literaria tiene mucho que ver la figura del abuelo materno del que el autor ha comentado en una entrevista que “escribía unos versitos que le hacían mucha ilusión” y a quien el joven Mario admiraba enormemente.
Estos poemas infantiles, junto a otras pertenencias del escritor, que constituyen los fondos de la Fundación Vargas Llosa (objetos cedidos por él mismo o por su familia, como cartas, vídeos, libros, manuscritos o fotografías personales) pueden verse estos días en una exposición que sobre el escritor peruano ha inaugurado  la Casa de América Latina de París en colaboración con el Instituto Cervantes y cuyo título es "La Libertad y la vida". Entre estos objetos se presentan algunas piezas interesantes y curiosas como, por ejemplo, algunas figuritas de hipopótamos de la extensa colección que posee el escritor; esta inusual afición,  que la gran mayoría de la gente desconoce, ha llamado la atención de los periodistas que le han preguntado acerca del porqué de elegir tan peculiar animal, a lo que el escritor únicamente respondió que es el animal que, en su opinión, mejor simboliza la paciencia que debe tener el hombre para poder vivir en este mundo Por otro lado, su hija Morgana ha comentado que el hipopótamo es importante para su padre por el contraste que ofrece al ser uno de los animales más grandes y voluminosos pero, a la vez, tranquilo y manso.
 La muestra exhibe, por otro lado, como uno de los objetos más curiosos, una carta escrita a máquina cuando tan sólo contaba con siete años y que representa su primer escarceo literario. El escrito va dirigido al Niño Dios y es la carta que el pequeño Mario envía para pedir sus regalos de Navidad. Es un texto lleno de ternura, inocencia y sencillez en el que podemos leer:

“Como estás tan pobre no me traigas muchas cosas. Quiero los anteojos de aviador que hay en la bombonería España, también, si pudieras, cartera y billetera. Al otro año, a ver si puedes el cine que hay en la casa Marilú”.

Junto al abuelo Pedro adquiere una especial relevancia la figura de su madre, una gran lectora, que  le contagió la pasión por esta actividad. Como él mismo nos relata aprendió a leer con cinco años (uno menos que el resto de sus compañeros), en el primer curso de primaria, debido a que su madre lo matriculó en el colegio un año antes que al resto de los niños porque sus travesuras “la volvían loca”. Desde entonces cada año pedía como regalo de Navidad enormes listas de libros que seleccionaba previamente en una librería a la salida del colegio.
La lectura le descubrió otros mundos y el escritor recuerda como, pese a ser los años de Bolivia una etapa realmente feliz, era aún mayor la felicidad que le reportaba la vida en esos otros mundos de fantasía que plagaban las novelas de aventuras que“devoraba con glotonería”.
Algunos de esos mundos eran, por otro lado, mundos prohibidos y, también por influencia de las lecturas maternas, se adentró en ellos; así su primer libro prohibido fue Veinte canciones de amor y un poema desesperado de Pablo Neruda, libro que su madre siempre tenía sobre una mesita y que leyó a escondidas precisamente porque ésta le había prohibido hacerlo; si bien el propio escritor reconoce que en aquel momento no entendió nada de lo que los sensuales versos pretendían trasmitir aunque no preguntó  a nadie pues consideró que no era aconsejable pedir a los mayores aclaraciones sobre su significado.
Tras estos primeros contactos con las letras tiene lugar la primera verdadera pasión literaria que no fue otra que la obra del francés Alejandro Dumas, descubierto en Piura, algunos años después de abandonar Bolivia, aunque, según él mismo afirma, tuvo un anticipo de esa pasión cuando todavía vivía la familia en Cochabamba leyendo otras obras entre las que cita Nostradamus o El hijo de Nostradamus que consiguió que le prestara una amiga de su madre, Julia Urquidi, quien curiosamente años más tarde sería su tía y después su esposa, y a la que dedicará la novela La tía Julia y el escribidor.
Tras esa primera pasión vinieron otras muchas y han permanecido con él a lo largo del tiempo. Todavía hoy, durante las largas temporadas que reside en Madrid, se le puede ver con frecuencia recorriendo las estanterías de la pequeña librería Méndez de la calle Mayor; Antonio, el dueño, lo describe como “un hombre de modales exquisitos, algo británicos, caballeroso y decidido en lo que respecta a las letras”.
Paralelo a su interés por la lectura se desarrolla su afán por escribir, el cual tiene su origen en la frustración que le producía el final de los libros de aventuras a los que era aficionado pues, o bien no le gustaba el desenlace que había decidido el autor y por tanto debía cambiarlo, o bien la historia era tan atractiva que se veía obligado a continuarla para poder seguir disfrutando de ella. De este modo se aficionó a prolongar los finales de cada uno de los libros que leía.
El propio autor reconoce que todo lo que escribió después, de algún modo, está influenciado por esas primeras manifestaciones creativas; incluso toda su obra posterior surge de las propias vivencias de esa etapa feliz de su vida y de otras posteriores no carentes de emociones y atractivo.
Durante esos años aparecen en su entorno otras figuras que no son menos influyentes y que, en cierta medida, van moldeando su forma de pensar. La convivencia con su tía y su abuela y las posturas que ambas mantenían ante la vida, su falta de tolerancia, la imposición de reglas basadas en verdades absolutas e incuestionables cuya discusión simplemente no se aceptaba y la ideología dogmática  provocaron el rechazo de ese tipo pensamiento y, con el paso de los años, lo condujeron hacia posiciones liberales (de proclama de la libertad del ser humano por encima de todo, libertad moral, de conciencia, y responsable como base de la civilización y de una sociedad progresista) totalmente contrarias a lo que había vivido en su infancia. Esta forma de pensar le ha llevado a defender la resistencia del individuo ante el acoso del poder, a atacar y denunciar las dictaduras, y a un serio compromiso social y político que le ha acarreado no pocas críticas.
Para Vargas Llosa “el escritor es un ser en desacuerdo con su entorno” y es esa falta de adaptación la que le empuja y obliga a escribir. En este sentido, la literatura es el arma con la que cuenta para denunciar aquello con lo que no está de acuerdo y luchar por lo que considera justo. De ahí que sus obras y su vida personal se muestren en continua relación con la política pues, como él mismo ha manifestado en alguna ocasión, “la literatura no se puede separar de la política”; la situación social en la que el escritor se ve inmerso y que, de uno u otro modo afecta a su vida, tiene por fuerza que estar presente en su obra. El escritor no puede vivir al margen de la sociedad, del mundo en el que le ha tocado vivir, y como ciudadano -que también lo es- debe adoptar una postura ante los acontecimientos y defenderla con las armas de que dispone; en este caso, con la palabra.
Así pues, los familiares y las experiencias que poblaron la etapa de su infancia determinaron, en parte, su labor como escritor y su actitud como hombre y como individuo social; una infancia marcada por la religiosidad de su familia, la ausencia de su padre, al que conoció en Lima cuando contaba diez años de edad, con el que jamás mantuvo una buena relación y que nunca entendió sus deseos de dedicarse a escribir; la intransigencia y el fanatismo de su abuela y de sus tías, pero también el gusto de su abuelo por escribir poesía y la pasión de su madre por la lectura.
A la etapa de la infancia feliz y los primeros contactos con las letras relatados por él mismo en Semillas de los sueños se suceden otras no menos interesantes y que supusieron el verdadero impulso en su quehacer literario y su decisión de dedicarse a escribir así como el afianzamiento de una línea de pensamiento crítico y de compromiso social.
Comenzó su trayectoria profesional, siendo un adolescente,  en el campo del periodismo, del que nunca se ha apartado, como aprendiz en el diario local La Industria. En 1955, con 19 años, se casa con su tía Julia, divorciada, lo cual supuso un verdadero escándalo en su entorno y durante esos difíciles años 50 se ve obligado a aceptar siete empleos diferentes, mientras terminaba la carrera en la Universidad, para poder mantener a su esposa, empleos a los que se ha referido en algunas entrevistas como “siete trabajos alimenticios”, y entre los que destaca una columna semanal que escribía para el suplemento dominical de El Comercio sobre narradores peruanos, o las curiosas “papeletas sepulcrales” que consistían en elaborar listas de difuntos, tarea que le fue encargada por la beneficencia pública tras perder ésta todos los archivos del cementerio. Entre risas, el escritor comentó en un programa de radio que le pagaban por muerto registrado y que se dedicaba a ello los fines de semana ya que era el único tiempo que le quedaba libre.
El joven periodista pronto se dio cuenta de que jamás llegaría a ser un escritor profesional en Lima porque la literatura no se consideraba allí una profesión por lo  que comenzó a acariciar un viejo sueño que pronto se hizo realidad:

"Yo desde pequeñito tenía el sueño de París. Estaba convencido de que si no llegaba a París, no sería nunca un escritor, que había que vivir en París para ser un escritor porque París era el centro de la cultura, de la literatura",

Y en 1957 Mario Vargas Llosa viajó a París gracias a haber ganado un concurso de cuentos cuyo premio era un viaje de 15 días a la “ciudad de la luz”. Fue el primer paso para dejar atrás Lima. Tras conseguir una beca en la Universidad de Madrid y permanecer allí diez meses, volvió a París con la promesa de una nueva beca que nunca llegó. No obstante, decidió permanecer allí con su mujer desempeñando un trabajo temporal para la Agencia Francesa de Noticias. Y París lo enamoró. Sobre ella afirmó, en una ocasión, que era la ciudad en la que" viviría, escribiría, echaría raíces y se quedaría para siempre". Pero no fue así. Siete años después de su llegada abandonaba la capital francesa en dirección a Londres.
 Y Cochabamba, y Lima, y París y Madrid y Londres sólo fueron los primeros escalones de una gran escalera que lo ha llevado a lo más alto.

“Mi escritura es mi vida, es lo que soy. Soy la literatura que he hecho.
Toda, y el periodismo también”

lunes, 4 de octubre de 2010

VITA FLUMEN: YO MALDIGO EL RÍO DEL TIEMPO, de Per Petterson


-¿Eres tú?
-Sí, soy yo.
                Estas palabras vuelven hoy a la vida de Arvid; pero no llegan a él  a través del oído sino del pensamiento. Son, desde el recuerdo, las palabras que cada día, a modo de “buenos días”, cruzaba con su madre, en la cocina de la vieja casa familiar. Cuando aún era un niño. Cuando aún era feliz; o así lo percibe ahora. Cada mañana Arvid esperaba despierto a que ese hombre al que llamaba padre  saliera de casa hacia el trabajo para disfrutar de los únicos minutos del  día en que tenía a su madre “en exclusiva”, momentos de intimidad entre ambos mientras sus hermanos se levantaban y mientras ella, dándole la espalda, preparaba el desayuno para todos.
                Ahora recuerda también otros momentos compartidos con ella, figura perenne en el árbol de su vida, como cuando recordaban los nombres de los actores de sus películas favoritas compartiendo un pastel Napoleón en la confitería del barrio o cuando, apoyado en un muro, esperaba verla salir por la puerta de la fábrica de chocolate donde trabajaba; la esperaba y la espiaba; la buscaba y, al mismo tiempo, la temía. Temía su franqueza, su mirada, su silenciosa desaprobación, sus silencios. Se sentía incómodo con esos sentimientos pero necesitaba de todo ello. Temía también su indiferencia, sobre todo su indiferencia, y el resquemor que le provocaba la atención que prodigaba a sus hermanos, los celos. Ellos, hasta la muerte del pequeño,  siempre estaban presentes en sus vidas –la de los dos- aunque no los recordase. Para Arvid, sólo eran su madre y él.
Hoy lo entiende –o si no lo entiende, al menos, se lo plantea, lo analiza-,  aunque sigue sin poder escapar a la influencia que esta mujer ejerce sobre él. Su madre siempre ha mantenido ante sus ojos un halo de misterio que le provoca una imperceptible atracción. Aunque ni se conocen ni se entienden; no tienen nada en común salvo el placer que les provoca la lectura, pero no la de la obra fácil, de mero entretenimiento, sino la lectura inteligente, profunda, de ideas. Su único nexo de unión son los libros y el cine.

-¿Eres tú?
-Sí, soy yo.

                Años más tarde, cuando Arvid se convierte en un joven comprometido políticamente con la causa comunista, encuentra su primer trabajo y se independiza trasladándose a vivir a un pequeño apartamento de la plaza de Carl Berner, un lugar mucho más luminoso y alejado del barrio donde transcurrió su infancia, la joven rubia que duerme junto a él, espalda contra espalda, le hace de nuevo la misma pregunta en la oscuridad de la habitación; y el – cómo no- ofrece la misma respuesta.
                Pero ni entonces ni ahora podía ser nadie más. Ambas sabían, sin verlo, que era él, que sólo podía ser él.

                La novela comienza en el presente del protagonista que a sus cuarenta años se encuentra atravesando una profunda crisis personal: su matrimonio no funciona, su mujer ha decidido abandonarlo, su trabajo le aburre, todo a su alrededor es monótono a excepción de los paseos o excursiones que organiza con sus dos hijas a las que corre también el peligro de perder; sus ideales de juventud se han disipado con el tiempo y la experiencia, la causa comunista queda lejana y sin cabida en su burguesa existencia. Y, para colmo, su madre tiene cáncer.
                Su existencia se tambalea, su vida va  a la deriva, se encuentra desorientado y ello le hace volver sus ojos al pasado, a la infancia feliz. Pero el tiempo transcurre inexorablemente y es imposible detener las aguas de ese río.
Le cuesta tomar una decisión sobre qué hacer con su vida cuando, casi de forma casual conoce la noticia de la enfermedad de su madre y de su partida hacia Dinamarca para vivir ese final en la tierra en la que transcurrió su infancia. Y en la que la familia pasaba las vacaciones estivales, junto al mar.
Sin pensar Arvid se dirige al puerto y, como si el tiempo nunca hubiera transcurrido, decide seguir a su madre a bordo del Holger el Danés hasta la pequeña ciudad de la costa de Jutlandia, en Dinamarca, para, en el fondo, intentar recuperar la seguridad que su presencia le infunde, pero bajo el pretexto de ser él quien le sirva de apoyo, de ayuda y compañía en estos momentos. No obstante, la idea resulta extraña considerando que si hay en esta novela algo que en ningún momento deja de lado el autor es la intención de reflejar la incapacidad de comunicación entre los protagonistas, y, al mismo tiempo, la necesidad de ella: he ahí la justificación, tal vez.
La novela  se articula mediante numerosos saltos al pasado –flash-backs- , que apuntan en diferentes direcciones, de manera un tanto inconexa y aparentemente caótica,  pero que responde –digamos- a un estímulo común. Son fragmentos de la vida de Arvid que ahora vuelven a su memoria porque, obviamente, han sido importantes y porque, de algún modo, lo han marcado y han hecho de él lo que es hoy. También porque todo ello le ofrecía, en el pasado, una seguridad, una estabilidad, que ha arrastrado para siempre el río del tiempo y que se ha perdido irremediablemente. La vuelta a ese pasado hace que se sienta algo mejor.
La fragmentación de la línea de su vida queda reflejada en la propia segmentación del discurso que no presenta una historia que avance de forma convencional sino al ritmo que marca la inquietud del protagonista.  
Y su madre ahí, siempre presente y siempre ausente. Ella es el elemento en base al cual ha ido construyendo y se va definiendo su vida. La trayectoria vital que se nos muestra del protagonista está macada no  por sus decisiones, como suele suceder la mayoría de los casos, sino por las variantes reacciones de su madre ante ellas, que en ocasiones no son sino meras provocaciones.
Yo maldigo el río del tiempo es un libro escrito con la incertidumbre y la inestabilidad como hilo conductor, haciendo un uso especial del lenguaje que es claro pero no directo: caracterizado por las frases cortas, por las expresiones y palabras repetitivas, por un uso sorprendente de la puntuación; a veces demasiado en clave, a veces demasiado condensado.

Y como telón de fondo el humano deseo de detener el tiempo:

“ Cerré  los ojos y hundí las manos en la arena; pensé que lo único que quería era quedarme allí, y de repente reconocí aquel aire, sentí contra la piel el mismo aire que había sentido año tras año, justamente en ese sitio, pero nunca con tanta intensidad como cuando tenía siete años; aunque entonces  todo  era distinto...”

miércoles, 8 de septiembre de 2010

El violín del diablo, de Joseph Gelinek


Por todos los amantes de la música clásica es conocida la leyenda según la cual el extraordinario compositor y violinista Niccoló Paganini había vendido su alma al diablo a cambio de convertirse en el mejor concertista de todos los tiempos. Sus geniales facultades, la técnica extraordinaria (se dice que era capaz de tocar doce notas por segundo) y el virtuosismo con el que ejecutaba complicadísimas piezas se consideraron sobrehumanas y alimentaron la leyenda.    
La sombra de Paganini y su pacto satánico planean sobre este thriller que arranca con el hallazgo del cadáver de una famosa violinista, Ane Larrazábal, cuyo cuerpo aparece estrangulado sobre el piano de una sala del Auditorio Nacional de Madrid; en su pecho, escrita con su propia sangre, puede leerse la palabra “iblis” (“demonio” en árabe). El misterioso asesinato tiene lugar poco después de que la concertista ejecutara magistralmente el Capriccio nº 24 de Paganini, partitura que es considerada una de las obras más complejas y difíciles de interpretar, aunque durante la ejecución de la pieza el instrumento de manera extraña e incomprensible saliera despedido de las manos de la artista y, para sorpresa de todos los asistentes, fuera atrapado en el aire por uno de los músicos.
Casualmente en la sala se encuentra el inspector de policía Raúl Perdomo que, acompañado de su hijo, ha asistido al concierto y es el primero en llegar a la escena del crimen;  todos los presentes advierten enseguida la desaparición del violín con el que la concertista acababa de interpretar la famosa pieza: un carísimo Stradivarius de su propiedad, singular por presentar tallada la cabeza de un demonio en la voluta, trabajo que su dueña había encargado a un famoso luthier y que convertía el instrumento en un objeto único; único y maldito ya que toda su historia se hallaba asociada a extraños y macabros sucesos como su misteriosa desaparición tras la muerte de la anterior propietaria en un accidente aéreo en las islas Azores; debido a ello corría el rumor de que encerraba fuerzas maléficas y causaba la muerte a todo aquel que lo poseía.
A partir de este momento se inicia una investigación que nos conducirá a varios lugares de Francia y España, y en la que se irán implicando numerosos personajes relacionados en mayor o menos medida con la violinista.
Dado el halo de misterio y fatalidad que rodea al instrumento y a las circunstancias de su desaparición, durante las pesquisas que lleva a cabo el inspector para resolver el caso los fenómenos paranormales y los hechos reales se nos van presentando de forma intercalada, más sospechados que comprobados, de manera que Perdomo, absolutamente escéptico y reacio a creer en la existencia de fuerzas diabólicas y causas sobrenaturales, se ve avocado a recurrir a una médium para que le ayude a descubrir la identidad del asesino.
El final del relato, que obviamente no revelaré, es sorprendente, digno de la compleja trama que constituye la investigación del asesinato y que logra mantener el suspense y el misterio hasta el último momento. El desenlace, una pieza musical interpretada en la  escena final, que tiene lugar en la T4 de Barajas, nos devuelve al inicio de la historia porque ambas tienen un punto en común:  “el canto del cisne”. No digo más.

Respecto al autor, la obra está firmada por un tal Joseph Gelinek, pseudónimo tras el que se esconde un musicólogo español que ha decidido permanecer en el anonimato, al igual que hizo en su libro anterior “La décima sinfonía”; el nombre de Joseph Gelinek alude a un pianista vienes que fue humillado por Beethoven en un duelo musical a finales del siglo XVIII.
Me parece interesante destacar el hecho de que, en mi opinión,  con esta obra Gelinek ha conseguido introducir una nueva forma de leer, en el sentido de que su esencia lúdica no puede separarse de un claro propósito, voluntario o no,  didáctico que en absoluto perjudica la novela sino que, muy al contrario, la completa con una rigurosa suma de informaciones y anécdotas que giran alrededor del mundo de la música clásica, de modo que logra acercar a lectores poco melómanos a este universo bastante desconocido para el gran público: terminología, documentación sobre el ámbito musical, descripción de instrumentos y melodías, información sobre compositores reconocidos... Es imposible leer esta historia y superar la tentación de acudir al ordenador para escuchar las piezas que cita el texto o conocer el significado exacto de gran número de términos relacionados con la musicología y desconocidos para el poco aficionado; en este sentido he mencionado la idea de que estamos ante una nueva forma de leer, incluso me atrevería a decir que nos encontramos con una lectura que muy bien podemos calificar como “interactiva”.
En resumen, El violín del diablo es una novela que introduce al lector en el mundo de la música y es una muy buena elección, además, para los amantes de la novela policíaca. Un thriller ágil, de lectura fácil, para todos los públicos, con un argumento atractivo en el que se combinan asesinato, misterio, sensualidad, relaciones humanas, amor, intriga, ocultismo y música. Se trata, en fin, de un libro que sin ser , desde el punto de vista literario, una novela excepcional -quizá para algunos pueda resultar incluso mediocre- ofrece una lectura amena y puede resultar una muy buena opción para disfrutar estos días de verano de una lectura sencilla y de lenguaje fácil.
 Personalmente no me ha parecido una obra genial, pero la recomiendo porque creo que es entretenida y resulta interesante el hecho de mantener la intriga y la curiosidad del lector así como el interés por adquirir ciertos conocimientos musicales y escuchar determinadas composiciones. Nadie que haya iniciado la lectura de esta obra será capaz de concluirla sin haberse deleitado con una interpretación del Capriccio nº 24  de Niccolò Paganini, “el violinista diabólico”.

lunes, 23 de agosto de 2010

Otra vuelta de tuerca al tema del Holocausto. La ladrona de libros, de Markus Suzac .

Como el resto de facetas de la vida actual, la literatura funciona, en líneas generales, por modas. Aparece un argumento que tiene éxito y en un periodo de tiempo asombrosamente breve encontramos las librerías inundadas de obras que abordan hasta la saciedad el asunto en cuestión hasta hacernos aborrecer el género: Novela histórica, nazismo, guerra civil, vampiros...
Hace unos años y por influencia –creo- del cine, un gran número de escritores encontraron un buen filón de inspiración en la tragedia del Holocausto: la barbarie nazi vende. Aunque siempre se habían llevado a la gran pantalla muchas buenas películas sobre este que podríamos llamar “genero literario” (recordemos, por citar algunas de las más conocidas, El gran dictador, Odessa, La decisión de Sophie, La caja de música, El diario de Anna Frank), gran parte de ellas basadas en novelas de éxito, el público en general no había mostrado excesivo interés por el tema; pero en 1993 se abre una nueva etapa cuando Steven Spilber, con su aclamadísima y oscarizada Lista de Schindler, obra maestra que en poco tiempo se convirtió en película de culto, logró despertar el interés y el gran público se dejo fascinar, como por arte de magia, por este negro capítulo de nuestra historia reciente.
Dado el éxito del film pronto empezaron a aparecer nuevas películas que con matices diversos tenían como denominador común la barbarie del nazismo, los campos de exterminio o las vidas marcadas por ello, bien como tema central, como trasfondo o como mero decorado literario.( La vida es bella, El pianista, La operación Valkiria, El hundimiento, Malditos bastardos..., por citar algunos éxitos de taquilla)
La literatura no escapó a esta tendencia e influenciada por ella comenzó a explotar el asunto: las librerías exhibían portadas con esvásticas y pijamas de rayas en todos escaparates: El violín de Auschwitz, El hombre de Viena son algunos ejemplos; volvió a ponerse de moda El diario de Anna Frank, y se recuperaron obras escritas muchos años antes como Sin destino (1975) del premio Nobel húngaro Inre Kértész. De entre todas ellas la que ha batido récord convirtiéndose en poco tiempo en un best seller a nivel mundial fue El niño con el pijama de rayas (2006), de John Boyne que ha vendido más de cinco millones de ejemplares por todo el mundo y ha sido traducida a más de 30 idiomas. Posteriormente y, para no matar la gallina de los huevos de oro, muchas de ellas, como es el caso de las dos últimas, fueron llevadas al cine aprovechando el tirón.
Sirva todo lo anterior como introducción para presentar el libro que ahora recomiendo y que, al igual que los que he citado anteriormente, entra en el grupo de obras que tienen como tema de base el Holocausto, si bien, en este caso, la original propuesta tanto en el planteamiento del contenido como en la estructuración de la novela y la organización de los capítulos (utilizando subtítulos y esquemas), el estilo escueto, en ocasiones casi telegráfico, los personajes, las ilustraciones así como la figura y la visión del narrador –narradora, en este caso- lo hacen especial y diferente a todos los anteriores desligándose así del machacón planteamiento de gran parte de ellos; la obra en cuestión es La ladrona de libros (2009) del joven escritor australiano Markus Zusak, que fue escrita, según él mismo ha comentado, a partir de los recuerdos de su infancia (no en vano la protagonista es una niña de nueve años) y de las historias reales que oyó contar a sus padres sobre la Alemania de posguerra en la que ambos vivieron.
El libro presenta episodios reales así como personajes inspirados en individuos de carne y hueso. No obstante, es una obra que, si bien presenta como tema de fondo el nazismo es, como digo, singular y atípica.

Es una novela –debo confesarlo y prevenir a los posibles lectores- que puede “no enganchar” en las primeras páginas; es más, a algunos lectores les puede parecer confusa y provocar perplejidad ya que no queda claro el asunto, ni la situación, ni el tiempo, y produce cierta extrañeza y desconcierto el discurso inicial, hasta que poco a poco (según, además, nos vamos haciendo a la original disposición de los elementos del discurso) descubrimos que el sujeto que hay detrás del relato, la persona narrativa, no es otra que la muerte y que es ella quien desde su atemporalidad nos narra todos los acontecimientos. Estamos ante el Holocausto contado por la propia protagonista del mismo cuya misión principal es el traslado de “pasajeros” de una zona a otra. Ella, reacia en ocasiones a segar vidas, es la que con su pensamiento y sus reflexiones nos sitúa ante la dramática situación que se vivió en Europa; es una muerte sensible y humana, aunque parezca una paradoja, que el lector percibe cercana en el sentido de que muestra sentimientos humanos e incluso en ocasiones se permite algún comentario o pensamiento irónico y chistoso:

“De verdad, puedo ser alegre. Amable, agradable, afable...Y eso sólo son las palabras que empiezan por “a”. Pero no me pidas que sea simpática, la simpatía no va conmigo.”

Es un libro que, especialmente al principio, requiere una atención extrema hasta que el lector se familiariza con la forma de contar, con los acontecimientos, los tiempos y los personajes. El argumento de la obra no es, ni mucho menos, la narración de la penalidades y sufrimiento de las víctimas del nazismo, aunque están ahí en todo momento: la historia nos habla de la importancia y la fuerza del lenguaje, de la palabra, tanto como elemento aniquilador como redentor, y de cómo algunos alemanes no se dejaron hipnotizar por el discurso absurdo de un loco y lucharon en la sombra contra la barbarie y la sinrazón, oponiendo una silenciosa resistencia a los postulados hitlerianos.
Es esencialmente una historia sobre los libros, sobre la necesidad de utilizar la palabra y de comprenderla y sobre el poder extraordinario de ésta.
Liesel, la protagonista, es una pequeña de nueve años a la que la muerte acompaña durante toda su vida. Cuando la conocemos acaba de bajar de un tren y se encuentra junto a su madre y a Werner, su hermano pequeño cuyo cadáver llevan en brazos. La niña es adoptada hasta el final de la guerra por una familia de aparentemente “buenos” alemanes , Hans y Rosa Hubermann, a la que no le interesa la política sino la honradez, la dignidad y la fidelidad a los principios esenciales del ser humano, personas sencillas, comprensivas y sensibles, gente de buen corazón, que anteponen el ser humano a las ideologías absurdas y que, en desacuerdo con la situación que se ven obligados a vivir acogen , al igual que a Liesel, a un amigo judío, Max, que mantienen oculto en el sótano para salvarlo de una muerte segura arriesgando sus propias vidas.
La relación de la pequeña Liesel con sus nuevos padres, especialmente con Hans, y con el joven judío del sótano será determinante en su forma de ver la vida y de salvarse a sí misma. Es un libro de relaciones verdaderamente humanas en una situación inhumana.
Hans, el padre adoptivo de Liesel le enseñará algo fundamental: le descubrirá el alfabeto y le enseñará a leer; por otro lado, los cuentos que Max escribe en la soledad de su refugio para escapar al horror le abrirán los ojos a una nueva dimensión: los libros. Con el “Manual del sepulturero”, el primero que Liesel consigue robar el día del entierro de su hermano (que pertenecía al enterrador), Hans y ella pasarán largas noches en el sótano, escondidos de la mirada crítica de Rosa, practicando con las letras hasta que la niña es capaz de identificarlas y, lo que es más importante, entender las palabras que forman y comprender la información que trasmiten.
A partir de entonces su entretenimiento favorito será “robar” libros de la biblioteca del alcalde para poder perderse en sus ficciones convirtiendo la pasión por la lectura en una obsesión, hasta que, animada por Max, se atreverá a escribir sus propias vivencias, inquietudes, y experiencias adolescentes con su mejor amigo Rudi.

“Antes de entrar en sus respectivas casas, Rudy se detuvo un momento.
- Adiós, Saumensch. –río-. Adiós, ladrona de libros.
Fue la primera vez que otorgaban dicho tratamiento a Liesel, y no consiguió ocultar lo mucho que le gustó. Como ya sabemos, había robado libros en anteriores ocasiones, pero a finales de 1941 pasó a ser algo público. Esa noche, Liesel Meminger se convirtió oficialmente en la ladrona de libros.“

Las historias y las lecturas de Liesel se convertirán en la tabla de salvación de sus vecinos y familia adoptiva (incluso será un libro el que salve su propia vida). Sus palabras servirán para acompañar y consolar a los que viven bajo el miedo de los bombardeos o la traición y les ayudarán a evadirse del oscuro mundo en el que habitan creando un universo paralelo a su triste existencia, a superar el miedo y a mantener viva la esperanza en un futuro mejor.
Es, en fin, esta novela una emotiva historia sobre la humanidad, el amor a los libros y el poder de la palabra para transformar la realidad, para luchar contra la adversidad, como forma de conocimiento, como testimonio o como mero placer; y es, esencialmente, una crítica a la manipulación ideológica, a la alienación del ser humano y el pensamiento único e irracional.
Se ha dicho que es “el libro de la niña que le robó las palabras a Hitler”. Y las supo utilizar para alcanzar la libertad.

                                                “Los libros me enseñaron a pensar, y el pensamiento me hizo libre.”
                                                                                                         (Ricardo, Corazón de León)