domingo, 10 de octubre de 2010

SEMILLA DE LOS SUEÑOS: Homenaje personal a Vargas Llosa


Con la concesión del prestigioso premio Nobel de Literatura al escritor peruano Mario Vargas Llosa nos hemos encontrado los periódicos y revistas inundados de artículos y testimonios sobre el homenajeado; y la mayoría de ellos nos presentan diferentes aspectos de su faceta profesional en el ámbito literario y político.
Hoy, 10 de octubre del 2010,  nadie desconoce ya que este escritor va a publicar en breve El sueño del celta, su última novela, o que es el autor de obras tan conocidas como La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en la catedral, Los Cachorros, Pantaleón y las visitadoras o La Fiesta del Chivo, algunas de ellas llevadas al cine con mayor o menor éxito. A un día de haber recibido el máximo galardón, la mayoría de los ciudadanos han podido leer toda clase de informaciones sobre sus comienzos como periodista -actividad que no ha abandonado nunca-, sobre los múltiples reconocimientos y premios que posee (entre ellos el Príncipe de Asturias, Cervantes o Planeta, en España), y ya se habrán enterado también de que es miembro de las Reales Academias  de la Lengua Española y Peruana o que ha sido investido Doctor Honoris Causa por numerosas Universidades de todo el mundo; además -cómo no- muchos recordarán su incursión en el mundo de la política cuando en 1990 se presentó a las elecciones para Presidente de su país y la derrota posterior que le obligó a abandonarlo, circunstancias por las cuales se instala en España adoptando la doble nacionalidad que posee desde entonces.
Es decir, que la faceta pública se presenta suficientemente conocida y es en esencia la que los medios de comunicación  se están afanando por dar a conocer al mundo, en parte como homenaje y reconocimiento al gran escritor.
No obstante, en mi caso sucedió algo curioso, quizá por esa tendencia tan española de fisgar en las vidas ajenas -siempre me ha interesado enormemente la dimensión privada de los personajes públicos-: en el momento en que apareció el secretario de la Academia Sueca leyendo la noticia, no recordé sus grandes obras, o que el año pasado visitó la ciudad en la que vivo para ser investido Doctor Honoris Causa, o todas las obras suyas que leí cuando era universitaria; no, lo que en aquel momento vino a mi mente fueron algunas anécdotas de su vida personal, mucho menos conocidas que las de su vida pública. En ese momento -digo- volvió a mi memoria un artículo suyo que leí hace años en el que el propio autor recordaba su infancia feliz y el origen de su amor a la literatura, ambos indisolublemente unidos. Se titulaba “Extemporáneos: Semilla de los sueños”. No recuerdo ahora cómo llegó a  mis manos aquel texto pero sí el placer que su lectura me reportó pues me ofreció una visión diferente, mucho más cercana y humana de aquel escritor sobre el que, debo confesarlo, tenía ciertos prejuicios, especialmente debidos a sus continuas incursiones en la política, actividad que aborrezco.
Me sorprendió especialmente por lo diferente que me pareció respecto a todo lo que había leído, incluso muchos de sus otros artículos, siempre plagados de connotaciones ideológicas, políticas o meramente literarios. No llegaba a ver nunca al hombre en ninguno de sus textos, sólo al ciudadano, al ideólogo comprometido, al individuo luchador y reivindicativo. Éste era un texto mucho más sencillo, más natural, incluso tierno, como escrito por un niño grande.
La magia de internet me ha permitido volver a leerlo y quiero que éste sea el punto de partida de mi pequeño homenaje a este escritor, fiel a sus principios, socialmente comprometido, que no ha temido decir lo que piensa, pese a las críticas, que son muchas, y cuya labor literaria acaba de ser reconocida con el Premio Nobel.

El artículo comienza así:

“La casa de la calle Ladislao Cabrera, en Cochabamba, donde viví mis primeros años, tenía tres patios. Era de un solo piso y muy grande, por lo menos en mis recuerdos de esa edad, inocente y feliz. Lo que es para muchos un estereotipo —el paraíso de la infancia— fue para mí una realidad, aunque, sin duda, embellecida desde entonces por la distancia y la nostalgia.”

El primer personaje que aparece en ese “pseudorelato autobiográfico” es la abuela Carmen, para a continuación desfilar por él tíos, primos y parientes que constituían lo que denomina la “vasta tribu familiar” cuyos integrantes, especialmente los más cercanos como los abuelos,  forjaron de diferentes formas el Vargas Llosa que conocemos hoy, hombre comprometido y escritor excepcional.
Sus primeros versos fueron escritos cuando contaba nueve años y en esa precoz vocación literaria tiene mucho que ver la figura del abuelo materno del que el autor ha comentado en una entrevista que “escribía unos versitos que le hacían mucha ilusión” y a quien el joven Mario admiraba enormemente.
Estos poemas infantiles, junto a otras pertenencias del escritor, que constituyen los fondos de la Fundación Vargas Llosa (objetos cedidos por él mismo o por su familia, como cartas, vídeos, libros, manuscritos o fotografías personales) pueden verse estos días en una exposición que sobre el escritor peruano ha inaugurado  la Casa de América Latina de París en colaboración con el Instituto Cervantes y cuyo título es "La Libertad y la vida". Entre estos objetos se presentan algunas piezas interesantes y curiosas como, por ejemplo, algunas figuritas de hipopótamos de la extensa colección que posee el escritor; esta inusual afición,  que la gran mayoría de la gente desconoce, ha llamado la atención de los periodistas que le han preguntado acerca del porqué de elegir tan peculiar animal, a lo que el escritor únicamente respondió que es el animal que, en su opinión, mejor simboliza la paciencia que debe tener el hombre para poder vivir en este mundo Por otro lado, su hija Morgana ha comentado que el hipopótamo es importante para su padre por el contraste que ofrece al ser uno de los animales más grandes y voluminosos pero, a la vez, tranquilo y manso.
 La muestra exhibe, por otro lado, como uno de los objetos más curiosos, una carta escrita a máquina cuando tan sólo contaba con siete años y que representa su primer escarceo literario. El escrito va dirigido al Niño Dios y es la carta que el pequeño Mario envía para pedir sus regalos de Navidad. Es un texto lleno de ternura, inocencia y sencillez en el que podemos leer:

“Como estás tan pobre no me traigas muchas cosas. Quiero los anteojos de aviador que hay en la bombonería España, también, si pudieras, cartera y billetera. Al otro año, a ver si puedes el cine que hay en la casa Marilú”.

Junto al abuelo Pedro adquiere una especial relevancia la figura de su madre, una gran lectora, que  le contagió la pasión por esta actividad. Como él mismo nos relata aprendió a leer con cinco años (uno menos que el resto de sus compañeros), en el primer curso de primaria, debido a que su madre lo matriculó en el colegio un año antes que al resto de los niños porque sus travesuras “la volvían loca”. Desde entonces cada año pedía como regalo de Navidad enormes listas de libros que seleccionaba previamente en una librería a la salida del colegio.
La lectura le descubrió otros mundos y el escritor recuerda como, pese a ser los años de Bolivia una etapa realmente feliz, era aún mayor la felicidad que le reportaba la vida en esos otros mundos de fantasía que plagaban las novelas de aventuras que“devoraba con glotonería”.
Algunos de esos mundos eran, por otro lado, mundos prohibidos y, también por influencia de las lecturas maternas, se adentró en ellos; así su primer libro prohibido fue Veinte canciones de amor y un poema desesperado de Pablo Neruda, libro que su madre siempre tenía sobre una mesita y que leyó a escondidas precisamente porque ésta le había prohibido hacerlo; si bien el propio escritor reconoce que en aquel momento no entendió nada de lo que los sensuales versos pretendían trasmitir aunque no preguntó  a nadie pues consideró que no era aconsejable pedir a los mayores aclaraciones sobre su significado.
Tras estos primeros contactos con las letras tiene lugar la primera verdadera pasión literaria que no fue otra que la obra del francés Alejandro Dumas, descubierto en Piura, algunos años después de abandonar Bolivia, aunque, según él mismo afirma, tuvo un anticipo de esa pasión cuando todavía vivía la familia en Cochabamba leyendo otras obras entre las que cita Nostradamus o El hijo de Nostradamus que consiguió que le prestara una amiga de su madre, Julia Urquidi, quien curiosamente años más tarde sería su tía y después su esposa, y a la que dedicará la novela La tía Julia y el escribidor.
Tras esa primera pasión vinieron otras muchas y han permanecido con él a lo largo del tiempo. Todavía hoy, durante las largas temporadas que reside en Madrid, se le puede ver con frecuencia recorriendo las estanterías de la pequeña librería Méndez de la calle Mayor; Antonio, el dueño, lo describe como “un hombre de modales exquisitos, algo británicos, caballeroso y decidido en lo que respecta a las letras”.
Paralelo a su interés por la lectura se desarrolla su afán por escribir, el cual tiene su origen en la frustración que le producía el final de los libros de aventuras a los que era aficionado pues, o bien no le gustaba el desenlace que había decidido el autor y por tanto debía cambiarlo, o bien la historia era tan atractiva que se veía obligado a continuarla para poder seguir disfrutando de ella. De este modo se aficionó a prolongar los finales de cada uno de los libros que leía.
El propio autor reconoce que todo lo que escribió después, de algún modo, está influenciado por esas primeras manifestaciones creativas; incluso toda su obra posterior surge de las propias vivencias de esa etapa feliz de su vida y de otras posteriores no carentes de emociones y atractivo.
Durante esos años aparecen en su entorno otras figuras que no son menos influyentes y que, en cierta medida, van moldeando su forma de pensar. La convivencia con su tía y su abuela y las posturas que ambas mantenían ante la vida, su falta de tolerancia, la imposición de reglas basadas en verdades absolutas e incuestionables cuya discusión simplemente no se aceptaba y la ideología dogmática  provocaron el rechazo de ese tipo pensamiento y, con el paso de los años, lo condujeron hacia posiciones liberales (de proclama de la libertad del ser humano por encima de todo, libertad moral, de conciencia, y responsable como base de la civilización y de una sociedad progresista) totalmente contrarias a lo que había vivido en su infancia. Esta forma de pensar le ha llevado a defender la resistencia del individuo ante el acoso del poder, a atacar y denunciar las dictaduras, y a un serio compromiso social y político que le ha acarreado no pocas críticas.
Para Vargas Llosa “el escritor es un ser en desacuerdo con su entorno” y es esa falta de adaptación la que le empuja y obliga a escribir. En este sentido, la literatura es el arma con la que cuenta para denunciar aquello con lo que no está de acuerdo y luchar por lo que considera justo. De ahí que sus obras y su vida personal se muestren en continua relación con la política pues, como él mismo ha manifestado en alguna ocasión, “la literatura no se puede separar de la política”; la situación social en la que el escritor se ve inmerso y que, de uno u otro modo afecta a su vida, tiene por fuerza que estar presente en su obra. El escritor no puede vivir al margen de la sociedad, del mundo en el que le ha tocado vivir, y como ciudadano -que también lo es- debe adoptar una postura ante los acontecimientos y defenderla con las armas de que dispone; en este caso, con la palabra.
Así pues, los familiares y las experiencias que poblaron la etapa de su infancia determinaron, en parte, su labor como escritor y su actitud como hombre y como individuo social; una infancia marcada por la religiosidad de su familia, la ausencia de su padre, al que conoció en Lima cuando contaba diez años de edad, con el que jamás mantuvo una buena relación y que nunca entendió sus deseos de dedicarse a escribir; la intransigencia y el fanatismo de su abuela y de sus tías, pero también el gusto de su abuelo por escribir poesía y la pasión de su madre por la lectura.
A la etapa de la infancia feliz y los primeros contactos con las letras relatados por él mismo en Semillas de los sueños se suceden otras no menos interesantes y que supusieron el verdadero impulso en su quehacer literario y su decisión de dedicarse a escribir así como el afianzamiento de una línea de pensamiento crítico y de compromiso social.
Comenzó su trayectoria profesional, siendo un adolescente,  en el campo del periodismo, del que nunca se ha apartado, como aprendiz en el diario local La Industria. En 1955, con 19 años, se casa con su tía Julia, divorciada, lo cual supuso un verdadero escándalo en su entorno y durante esos difíciles años 50 se ve obligado a aceptar siete empleos diferentes, mientras terminaba la carrera en la Universidad, para poder mantener a su esposa, empleos a los que se ha referido en algunas entrevistas como “siete trabajos alimenticios”, y entre los que destaca una columna semanal que escribía para el suplemento dominical de El Comercio sobre narradores peruanos, o las curiosas “papeletas sepulcrales” que consistían en elaborar listas de difuntos, tarea que le fue encargada por la beneficencia pública tras perder ésta todos los archivos del cementerio. Entre risas, el escritor comentó en un programa de radio que le pagaban por muerto registrado y que se dedicaba a ello los fines de semana ya que era el único tiempo que le quedaba libre.
El joven periodista pronto se dio cuenta de que jamás llegaría a ser un escritor profesional en Lima porque la literatura no se consideraba allí una profesión por lo  que comenzó a acariciar un viejo sueño que pronto se hizo realidad:

"Yo desde pequeñito tenía el sueño de París. Estaba convencido de que si no llegaba a París, no sería nunca un escritor, que había que vivir en París para ser un escritor porque París era el centro de la cultura, de la literatura",

Y en 1957 Mario Vargas Llosa viajó a París gracias a haber ganado un concurso de cuentos cuyo premio era un viaje de 15 días a la “ciudad de la luz”. Fue el primer paso para dejar atrás Lima. Tras conseguir una beca en la Universidad de Madrid y permanecer allí diez meses, volvió a París con la promesa de una nueva beca que nunca llegó. No obstante, decidió permanecer allí con su mujer desempeñando un trabajo temporal para la Agencia Francesa de Noticias. Y París lo enamoró. Sobre ella afirmó, en una ocasión, que era la ciudad en la que" viviría, escribiría, echaría raíces y se quedaría para siempre". Pero no fue así. Siete años después de su llegada abandonaba la capital francesa en dirección a Londres.
 Y Cochabamba, y Lima, y París y Madrid y Londres sólo fueron los primeros escalones de una gran escalera que lo ha llevado a lo más alto.

“Mi escritura es mi vida, es lo que soy. Soy la literatura que he hecho.
Toda, y el periodismo también”

lunes, 4 de octubre de 2010

VITA FLUMEN: YO MALDIGO EL RÍO DEL TIEMPO, de Per Petterson


-¿Eres tú?
-Sí, soy yo.
                Estas palabras vuelven hoy a la vida de Arvid; pero no llegan a él  a través del oído sino del pensamiento. Son, desde el recuerdo, las palabras que cada día, a modo de “buenos días”, cruzaba con su madre, en la cocina de la vieja casa familiar. Cuando aún era un niño. Cuando aún era feliz; o así lo percibe ahora. Cada mañana Arvid esperaba despierto a que ese hombre al que llamaba padre  saliera de casa hacia el trabajo para disfrutar de los únicos minutos del  día en que tenía a su madre “en exclusiva”, momentos de intimidad entre ambos mientras sus hermanos se levantaban y mientras ella, dándole la espalda, preparaba el desayuno para todos.
                Ahora recuerda también otros momentos compartidos con ella, figura perenne en el árbol de su vida, como cuando recordaban los nombres de los actores de sus películas favoritas compartiendo un pastel Napoleón en la confitería del barrio o cuando, apoyado en un muro, esperaba verla salir por la puerta de la fábrica de chocolate donde trabajaba; la esperaba y la espiaba; la buscaba y, al mismo tiempo, la temía. Temía su franqueza, su mirada, su silenciosa desaprobación, sus silencios. Se sentía incómodo con esos sentimientos pero necesitaba de todo ello. Temía también su indiferencia, sobre todo su indiferencia, y el resquemor que le provocaba la atención que prodigaba a sus hermanos, los celos. Ellos, hasta la muerte del pequeño,  siempre estaban presentes en sus vidas –la de los dos- aunque no los recordase. Para Arvid, sólo eran su madre y él.
Hoy lo entiende –o si no lo entiende, al menos, se lo plantea, lo analiza-,  aunque sigue sin poder escapar a la influencia que esta mujer ejerce sobre él. Su madre siempre ha mantenido ante sus ojos un halo de misterio que le provoca una imperceptible atracción. Aunque ni se conocen ni se entienden; no tienen nada en común salvo el placer que les provoca la lectura, pero no la de la obra fácil, de mero entretenimiento, sino la lectura inteligente, profunda, de ideas. Su único nexo de unión son los libros y el cine.

-¿Eres tú?
-Sí, soy yo.

                Años más tarde, cuando Arvid se convierte en un joven comprometido políticamente con la causa comunista, encuentra su primer trabajo y se independiza trasladándose a vivir a un pequeño apartamento de la plaza de Carl Berner, un lugar mucho más luminoso y alejado del barrio donde transcurrió su infancia, la joven rubia que duerme junto a él, espalda contra espalda, le hace de nuevo la misma pregunta en la oscuridad de la habitación; y el – cómo no- ofrece la misma respuesta.
                Pero ni entonces ni ahora podía ser nadie más. Ambas sabían, sin verlo, que era él, que sólo podía ser él.

                La novela comienza en el presente del protagonista que a sus cuarenta años se encuentra atravesando una profunda crisis personal: su matrimonio no funciona, su mujer ha decidido abandonarlo, su trabajo le aburre, todo a su alrededor es monótono a excepción de los paseos o excursiones que organiza con sus dos hijas a las que corre también el peligro de perder; sus ideales de juventud se han disipado con el tiempo y la experiencia, la causa comunista queda lejana y sin cabida en su burguesa existencia. Y, para colmo, su madre tiene cáncer.
                Su existencia se tambalea, su vida va  a la deriva, se encuentra desorientado y ello le hace volver sus ojos al pasado, a la infancia feliz. Pero el tiempo transcurre inexorablemente y es imposible detener las aguas de ese río.
Le cuesta tomar una decisión sobre qué hacer con su vida cuando, casi de forma casual conoce la noticia de la enfermedad de su madre y de su partida hacia Dinamarca para vivir ese final en la tierra en la que transcurrió su infancia. Y en la que la familia pasaba las vacaciones estivales, junto al mar.
Sin pensar Arvid se dirige al puerto y, como si el tiempo nunca hubiera transcurrido, decide seguir a su madre a bordo del Holger el Danés hasta la pequeña ciudad de la costa de Jutlandia, en Dinamarca, para, en el fondo, intentar recuperar la seguridad que su presencia le infunde, pero bajo el pretexto de ser él quien le sirva de apoyo, de ayuda y compañía en estos momentos. No obstante, la idea resulta extraña considerando que si hay en esta novela algo que en ningún momento deja de lado el autor es la intención de reflejar la incapacidad de comunicación entre los protagonistas, y, al mismo tiempo, la necesidad de ella: he ahí la justificación, tal vez.
La novela  se articula mediante numerosos saltos al pasado –flash-backs- , que apuntan en diferentes direcciones, de manera un tanto inconexa y aparentemente caótica,  pero que responde –digamos- a un estímulo común. Son fragmentos de la vida de Arvid que ahora vuelven a su memoria porque, obviamente, han sido importantes y porque, de algún modo, lo han marcado y han hecho de él lo que es hoy. También porque todo ello le ofrecía, en el pasado, una seguridad, una estabilidad, que ha arrastrado para siempre el río del tiempo y que se ha perdido irremediablemente. La vuelta a ese pasado hace que se sienta algo mejor.
La fragmentación de la línea de su vida queda reflejada en la propia segmentación del discurso que no presenta una historia que avance de forma convencional sino al ritmo que marca la inquietud del protagonista.  
Y su madre ahí, siempre presente y siempre ausente. Ella es el elemento en base al cual ha ido construyendo y se va definiendo su vida. La trayectoria vital que se nos muestra del protagonista está macada no  por sus decisiones, como suele suceder la mayoría de los casos, sino por las variantes reacciones de su madre ante ellas, que en ocasiones no son sino meras provocaciones.
Yo maldigo el río del tiempo es un libro escrito con la incertidumbre y la inestabilidad como hilo conductor, haciendo un uso especial del lenguaje que es claro pero no directo: caracterizado por las frases cortas, por las expresiones y palabras repetitivas, por un uso sorprendente de la puntuación; a veces demasiado en clave, a veces demasiado condensado.

Y como telón de fondo el humano deseo de detener el tiempo:

“ Cerré  los ojos y hundí las manos en la arena; pensé que lo único que quería era quedarme allí, y de repente reconocí aquel aire, sentí contra la piel el mismo aire que había sentido año tras año, justamente en ese sitio, pero nunca con tanta intensidad como cuando tenía siete años; aunque entonces  todo  era distinto...”