sábado, 23 de abril de 2011

Me gustaría ser… Morgana, Morgan Le Fay

Siempre me ha fascinado el hada Morgana.

A mí, como a todos los niños, cuando era pequeña, me gustaban los cuentos. Mi madre, cada noche, me contaba uno: Caperucita, Garbancito, Blancanieves, Los tres cerditos, Pinocho… Pero mi padre, gran amante y conocedor de la Historia y la mitología, prefería relatarme episodios, narraciones y leyendas, reales o imaginarias, pese a que a veces se veía obligado a ceder a mis requerimientos infantiles de ese mundo de ficción más sencillo. Dioses romanos y griegos, ninfas, príncipes, héroes, reyes, y caballeros cortesanos poblaban mis noches infantiles junto a Cenicientas, madrastras, hadas, brujas y animales parlanchines.

Pero de entre todos ellos recuerdo que mis relatos preferidos eran los que narraban las hazañas del rey Arturo y los personajes que habitaban en su corte. Me encantaba mirar los dibujos que aparecían en los libros: el mago Merlín con su túnica azul de estrellitas doradas; y, especialmente, el hada Morgana, altiva como una heroína de cómic. Me atraía la fuerza que emanaba de su persona, la seguridad y la energía que trasmitía. Y me gustaba especialmente su nombre, sonoro y rotundo: MORGANA. Siempre me llamó la atención porque rompía moldes; no era la típica hada rubia y pavisosa, con su túnica de colores pastel y su varita con estrella en la punta. Al contrario, su gesto no era dulce y sonriente sino serio y decidido, siempre enmarcado por una larga y preciosa melena oscura.

Mi padre -como digo- me contaba las historias de Morgana, obviando detalles escabrosos, y siempre supe que su hazaña principal fue salvar la vida del famoso rey Arturo. No fue hasta mucho tiempo después cuando relacioné este episodio con el don esencial que se asocia a su persona: el poder de curar.

El hada Morgana es quizá el personaje más controvertido de los que pueblan las leyendas del ciclo artúrico. La dualidad de su carácter -que a mí siempre me ha atraído- proviene de las diferentes características que se le han ido atribuyendo a esta figura a lo largo del tiempo y de las variadas interpretaciones que cada sociedad ha hecho de ella: la denostada Morgana ha sido hechicera del rey Arturo, discípula aventajada de Merlín, sacerdotisa, bruja maléfica, hada benévola, sanadora y se nos ha presentado, al mismo tiempo, como amiga y enemiga del famoso Arturo.

Morgana es un hada de la mitología celta; su nombre, Muirgein, significa “nacida en el mar”. También por eso me gusta, por su profunda relación con el mar. Este elemento aparece siempre presente en su leyenda. Vivió durante un tiempo en la corte del rey Arturo desde la que se trasladó a la mítica isla de Avalon (Isla de las manzanas) donde vivía con sus ocho hermanas hadas, reinas de la isla.

La primera obra en la que se menciona este personaje es la Historia Regum Britanniae (Historia de los reyes de Bretaña) escrita por Godofredo de Monmouth, alrededor del año 1135, en la que se nos cuenta que en Avalon vive un grupo de hadas hermanas entre las que destaca la mayor: morena, más bella, más buena, más sabia y más poderosa cuyo nombre es Murgen, que será conocida después como Morgana. En este libro se mencionan todas las habilidades que posee y que le habían sido enseñadas por el mago Merlín: volar, cambiar de forma y curar.

Morgana ha sido desde siempre una de las hechiceras más famosas y poderosas de la literatura occidental; constituye para muchos la clara personificación del mal, el odio y la venganza, así como la belleza ardiente, el deseo, la tentación y, por encima de todo, la pasión. Es un ser capaz de ver el futuro y proporcionar vida y destrucción a partes iguales.

Siendo un personaje contradictorio, el cristianismo medieval tuvo dificultades para asimilar una hechicera benévola por lo que su figura poco a poco se hizo más y más siniestra, hasta que finalmente fue presentada como una bruja que usaba la magia negra que le enseñó Merlín; una feroz enemiga de Arturo y sus caballeros, que odiaba especialmente a la reina Ginebra. No obstante, su mayor hazaña fue rescatar del mar y ayudar al rey que llegó moribundo en barco a las costas de la isla de Avalon, con una herida mortal recibida en la batalla que había mantenido contra Sir Mordered; Morgana lo acogió en su isla mágica, lo acostó en una cama de oro y le devolvió la salud usando sus poderes, administrándole brebajes preparados con hierbas y pociones mágicas.

En fin, ya sabemos algo más de este personaje de ficción que se llama Morgana y que me gusta especialmente porque es un personaje dual, lejos de estereotipos maniqueístas típicos de este tipo de literatura (bruja-hada): no es absolutamente buena ni espantosamente mala, es hada y bruja al mismo tiempo. Nunca me han gustado mucho las hadas buenas, tan bondadosas, tan angelicales, tan ñoñas. Para ser sincera, siempre he preferido las brujas; me resultaban más atractivas, con su traje oscuro de gorro puntiagudo y varita sin estrella, su escoba y su gato negro; me caían mucho mejor.

Con el tiempo me di cuenta de que en la figura de Morgana había algo que tenía que ver con su complejidad y que era lo que me resultaba tan atractivo de ella. Siendo hada, no era la típica figura extremadamente benévola, amable y falta de carácter, tan insulsa. Ella era diferente. Tenía dos caras: una malvada y otra bondadosa. Siempre jugando al despiste: medio bruja y medio hada, maga capaz de destruir y de crear. Misteriosa y espléndida.

Por ello he elegido este personaje. Y también porque los dos poderes que literariamente la definen me resultan muy sugerentes: la facultad de curar y de transformarse.

Creo que sería algo maravilloso poseer la facultad de sanar a los demás, de vencer a la enfermedad y con ello al sufrimiento; de vencer a la muerte. Y, por otro lado, tener la habilidad de poder transformarse y ser en cada momento lo que uno quiera. No se me ocurre nada mejor.

Por todo ello me gustaría ser el hada Morgana: para poder devolver la salud con mi magia y evitar el dolor, y para tener la facultad yo misma de transformarme, de habitar en otros cuerpos y probar otras vidas, de tener muchas experiencias y contemplar el mundo, la realidad, desde cientos de atalayas distintas.

Sí, sería maravilloso.

Pero todos sabemos que la literatura está constituida esencialmente de fantasía, al igual que el deseo de ser uno de los personajes que pueblan sus historias y que sólo podemos hacer realidad cerrando los ojos, abriendo la mente y perdiéndonos en el nebuloso mundo de los sueños.


martes, 5 de abril de 2011

Novela negra a la española: De El lejano país de los estanques a La estrategia del agua. La sargento Chamorro en primera persona.

Mientras cruzábamos Madrid a toda velocidad en dirección a un barrio de las afueras en el que, según nos informaron, había sido hallado el cadáver de un tal Óscar Santacruz, un informático de profesión y al parecer una persona corriente, asesinado de dos tiros en la nuca dentro del ascensor de su casa, miraba de reojo a Rubén y volvían a mi mente los viejos tiempos en los que mi compañero era un inspector ilusionado y activo, meticuloso en su trabajo, con una fe inquebrantable en la justicia, cuya cara reflejaba ahora solo cansancio y decepción. Conducía absorto, de mala gana y en silencio; la puesta en libertad del asesino que gracias a sus esfuerzos había sido detenido y extraditado a nuestro país para cumplir condena hacía unos años le había provocado un enorme desengaño. Vila lo vivió como una derrota personal y una desaparición irremediable de los valores sociales y morales. La sociedad estaba perdida y él, hundido. El asesino esta vez había vencido y el mal, triunfado. Había dejado de creer en la justicia y en el buen hacer e integridad de los jueces. Ahora, sin ninguna gana, debía volver a un trabajo que ya no le entusiasmaba; y yo , sentada a su lado, me preguntaba si era esta la misma persona que años atrás me decía con absoluto convencimiento: “el derrotismo es una falta grave contra las virtudes militares, Chamorro”.
Era una preciosa mañana de primavera, pero ninguno teníamos muchas ganas de hablar; él, por su sensación de fracaso; yo, por mi carácter introvertido del que aún hoy no he logrado deshacerme.
Mirando por la ventanilla del automóvil, recordé con toda claridad cada uno de los casos en los que habíamos trabajado juntos, codo con codo: el jefe de seguridad de la central nuclear que apareció asesinado en un motel cerca de Guadalajara, desnudo y atado a las patas de la cama en una postura bastante ridícula; el cadáver del joven sobrino de un alto cargo político que fue encontrado degollado en un bosque en la isla Canaria de La Gomera; el de la periodista catalana, esposa de Gabriel Altavella, el escritor, que apareció apuñalada en su casa de campo de Zaragoza, y especialmente el que nos unió y que fue, para más señas, mi primer caso de homicidio: el espantoso asesinato de una despampanante sueca que veraneaba en una urbanización mallorquina, Eva Heydrich; todavía recuerdo su nombre y el efecto que me produjo su cuerpo escultural y desnudo colgando de una soga, desmadejado.
Fue hace mucho tiempo, exactamente catorce años, casi tres lustros. Incluso hoy me pregunto por qué me eligieron a mí para ese caso asignándome como compañera del experimentado, cabo entonces, Rubén Bevilacqua, quien –lógicamente- no me recibió, dicho sea de paso, de muy buen grado. Puso bastantes reparos a aceptarme como pareja; era lógico: su ayudante iba a ser una joven de veinticuatro años -demasiado joven- recién salida de la Academia y sin ninguna experiencia; y además, poco agraciada físicamente. Él hubiera preferido – estoy segura- a una agente, con la que ya había trabajado, mucho más atractiva; pero no dependía de él la decisión y creo que en un primer momento me escogieron precisamente a mí por el aspecto físico. Eso lo supe más tarde, cuando me vi obligada a introducirme en determinados ambientes en los que mi apariencia hacía mejor papel que la de cualquier otro tipo de mujer.
También ignoraba entonces que Vila me había defendido desde un primer momento ante sus superiores en la isla y que había reconocido mi valía mucho antes que yo misma.
Miraba a mi compañero, al que ya me unía una íntima amistad, un compañerismo sin fisuras y una complicidad de la que ambos nos sentíamos orgullosos y que se había ido forjando con el tiempo. El brigada Bevilacqua no tenía ya secretos para mí. Y, pese a mi carácter reservado, yo tampoco los tenía para él. Con sólo una mirada, un gesto imperceptible, nos entendíamos a la perfección. No hacían falta palabras. Pero ahora su silencio trataba de ocultar el deterioro de su espíritu. Yo, por mi parte, deseaba comenzar la investigación y trataba de encontrar el modo, las palabras precisas que necesitaba oír mi compañero para volcarse, con toda la determinación que tantas veces había demostrado, en la resolución de este caso, en desvelar por qué alguien anónimo y aparentemente insignificante muere de dos tiros en la cabeza, al parecer, propinados por un profesional.
No sabía muy bien cómo abordar el asunto. Sólo en una ocasión había percibido esa sombra en su mirada; pero entonces yo no sabía mucho de él y no podía imaginar el porqué de que la ciudad de Barcelona tuviera el poder de sumirlo en un estado similar al que ahora dejaba traslucir.
Fue aquel de Barcelona un caso complicado que comenzó en una casa de campo de Zaragoza, en la que apareció apuñalada una conocida presentadora de televisión, Neus Barutell, casada con un famoso escritor catalán que en el momento del asesinato se encontraba en el piso en el que ambos residían de la ciudad condal, en la que se desarrollaron la mayor parte de nuestras pesquisas.
En un primer momento achaqué el estado de Rubén a los roces que provocaba la tensión entre los Mossos y la Guardia Civil, o sea, nosotros, que eran casi diarios, y a los problemas de trasfondo autonómicos que nos causaron durante toda la investigación; pero lo que estaba sucediendo era que esa ciudad había hecho resucitar en él los recuerdos dolorosos de los años que vivió en ella, de su fracasado matrimonio y del hijo con el que siempre ha mantenido una relación menos cercana de lo que le gustaría.
En aquella ocasión –digo- yo sólo pude estar a su lado e intentar poner todo mi esfuerzo al servicio del caso, nuestro cuarto caso importante, que afortunadamente resolvimos en no mucho tiempo. No obstante, creo que esa investigación tuvo bastantes claroscuros para mi compañero pues a los tristes recuerdos de su pasado se unió una difusa relación amorosa que no acabé de conocer del todo.
Vila siempre ha sido un hombre interesante para mí: profesional intachable y persona excepcional. A menudo me sigue sorprendiendo su forma de plantear cualquier cuestión, tenga o no que ver con el trabajo, su habilidad a la hora de abordar cada caso, su agudeza y su intuición, sus reflexiones sobre detalles sin importancia o asuntos de envergadura y el especial punto de vista, siempre o casi siempre acertado, sobre cualquier asunto, máxime si se presenta relacionado con alguna investigación en la que estemos envueltos. Lo considero una persona inteligente, sagaz y buen observador, aptitudes todas muy útiles, fundamentales diría yo, en un inspector de homicidios.
Por otro lado, cuando se decide a opinar o discutir sobre cualquier tema como el amor, la amistad, el honor, la justicia, el poder, el matrimonio , los hijos o tantos otros, al instante percibe que es, además, culto, preciso en sus juicios y profundo en sus reflexiones. Mi compañero es un verdadero ilustrado; de su propia boca supe que había estudiado Psicología antes de ingresar en el cuerpo y que esos estudios le habían sido muy útiles para su trabajo actual, especialmente en lo que respecta al análisis de los comportamientos humanos, tarea que -debo reconocer- se le da excepcionalmente bien y en la que es todo un experto; al mismo tiempo, Vila se manifiesta bastante sarcástico en sus observaciones y comentarios, actitud que sorprende y confunde a aquellos que no lo conocen como yo.
Yo, su compañera Virginia Chamorro. Nunca me llama Virginia; siempre, Chamorro. Me pregunto qué significo yo exactamente para él. Me aprecia, lo sé; y me admira. Pude notarlo desde el primer momento. Él no lo sabe, pero me contaron que defendió y alabó mi labor como acompañante suyo durante el primer caso en las islas, incluso ante Zaplana. Se mostró receloso ante mí, pero no así ante los demás que me veían demasiado joven e inexperta como para ser de alguna utilidad en aquel primer caso que se presentó bastante complejo. Fue, como digo, un asunto complicado en el que formamos un buen equipo desde el principio; tan bueno que hoy día seguimos en él. No concebiría el trabajo sin tener al lado a mi brigada. Y creo que este sentimiento es recíproco. En cierto modo nos necesitamos el uno al otro.
Pero me atrevería a decir más respecto a aquella primera investigación: me atrevería a decir que en algún momento Vila me miró como a una mujer más que como a una compañera, pese a que me tengo por más bien poco atractiva, sosita, anticuada y poco estilosa. Lo recuerdo porque aquello me sorprendió, y me gustó. Son raras las ocasiones que tengo para arreglarme pues soy, al igual que mi compañero, una persona bastante solitaria; y menos aún como lo hice entonces: con aquellos escasos y ajustados vestiditos que casi me impedían respirar, pero se trataba de ser llamativa e incluso seductora. Y seduje, incluso a Rubén que me miraba como si compartiera la casa con dos personas diferentes; hasta se atrevió a lanzarme algún piropo torpe. En otras ocasiones posteriores lo ha vuelto a hacer aunque jamás ha insinuado nada, ni con palabras ni con actos, que yo pudiera interpretar como intento de intimar más allá de lo que requiere nuestra relación de compañeros.
No obstante, estoy segura de que aquel primer verano que pasamos juntos trabajando en el caso de Eva Heydrich tuvo algún momento de debilidad hacia mí y ese hecho fue precisamente el que nos ha permitido continuar trabajando juntos todos estos años, es decir, el ser conscientes, especialmente él, de que cualquier relación diferente a la de compañeros entre ambos podría dar al traste con una investigación; y el trabajo es lo primero. Algo quedó muy claro para los dos entonces: entre nosotros se dibujaba una delgada línea invisible que ninguno, y mucho menos él que era mi superior, nos podíamos permitir cruzar. Y así fue. Así ha sido hasta hoy.
Recuerdo el momento exacto en el que Rubén fue consciente de que esa línea existía y de que era un terreno peligroso en el que no debíamos, no podíamos, adentrarnos, ni siquiera acercarnos: fue una calurosa noche después de terminar nuestras respectivas farsas con los entonces sospechosos principales del crimen, en las que se incluía que yo debía seducir a un exmilitar que pinchaba discos por aquel entonces en Abracadabra y que se llamaba Lucas; la noche terminó con un beso entre Lucas y yo que, al parecer, no gustó mucho a mi jefe. No sé por qué razón, Rubén me interrogó acerca de mis pesquisas pero también sobre mis sentimientos por Lucas, el joven casado que había resultado ser uno de los amantes de la sueca asesinada, con el que yo me acababa de besar – por exigencias del guión previsto y por exigencias también de mi propio deseo- . Cuando le respondí que me parecía atractivo, más que los otros amantes que había tenido la muerta e incluso más que él mismo, percibí en sus ojos una sombra extraña que no acerté a explicar.
Años después, cuando la amistad entre nosotros se transformó en un vínculo indestructible, me reveló lo que sintió en su interior al oír mi respuesta: “en aquel momento en el que me arrojaba a la cara su preferencia por otro hombre, por un sospechoso de homicidio o hasta de asesinato, mi ayudante acertó a estar más encantadora que nunca, y yo fallé cediendo en mi resistencia a ese fenómeno hasta extremos desconocidos. En el último momento pude recobrar el control y dejé que abajo, en un pedacito de mi alma, se quebrara para siempre, una delicada varilla de vidrio que ya no habría ninguna ocasión de enseñar a la luz”. Creo que fue entonces cuando se forjó lo que con el tiempo y el roce se convertiría en una gran amistad, sin resquicios ni dudas.
Me honra la amistad de Rubén del que no sólo aprecio la lealtad, el entusiasmo, el apoyo o la camaradería sino que admiro también su sinceridad, la forma directa de decir aquello que piensa, y que puede molestar o violentar a algunos; de hecho a mí misma me ha causado un sofoco en más de una ocasión: todavía recuerdo, como si fuera ayer, las primeras palabras que Vila me dirigió, al poco tiempo de conocernos, en el aeropuerto de Madrid, antes de coger el avión con destino a las Baleares:

“ Cuando dejemos el equipaje, pasas al servicio, te quitas las medias y las echas por váter.
-¿Cómo?- pregunté.
Por el váter. Las medias. ¿Has visto a alguien que vaya de veraneo con medias? Si no pones atención, esto va a ser difícil, Chamorro.”

Hoy lo recuerdo con cierta nostalgia, incluso con cariño, aunque en aquel momento me pareció un comentario bastante desagradable. Tuvo gracia. Me presenté con medias para ir, o fingir que íbamos, de vacaciones a la playa, en pleno mes de agosto.
A partir de ese momento, sus observaciones fueron fundamentales para mí, y mi actitud y mis sentidos se mantuvieron mucho más alerta. Cualquiera de los comentarios que sobre mi persona haya hecho durante los casi quince años que llevamos trabajando juntos no han hecho sino favorecerme personal y profesionalmente, aunque no siempre los he aceptado de buen grado.
Reconozco que soy ruda en mis formas, seca y reservada, pero creo que hago bien mi trabajo y me considero sensata, buena observadora y perspicaz. Estas cualidades que mis superiores, incluido Rubén, han percibido también son las que me han ayudado a ganarme la confianza y el respeto de mis colegas y, no sin poco esfuerzo, a ascender hasta el grado de sargento que hoy ostento con orgullo.
Tan inmersa iba en mis recuerdos que no me percaté de que el automóvil se había detenido frente a un edificio alto y gris, un poco triste, un poco soso, como muchos otros de Madrid; no oí su voz llamándome desde el portal y tampoco reaccioné cuando Vila me abrió la puerta del coche para bajar a inspeccionar la escena del crimen. Al ver su cara interrogante volví a la realidad y salte rápidamente del vehículo.
No podía imaginar entonces que el caso en el que pronto nos veríamos involucrados, el de Óscar Santacruz, volvería a despertar en él los viejos fantasmas del pasado.