martes, 31 de diciembre de 2013

El complejo arte de la traducción (II): la ética del traductor

Traducir no consiste solo en trasvasar contenido de una lengua a otra sino también en trasmitir el efecto que dicho contenido produce en el receptor, y además en mundos y culturas diferentes; es ahí donde radica su gran problema.
Las lenguas son vehículos de expresión de mundos reales muy distintos y, por ello, la búsqueda de equivalentes resulta muy compleja; y ciertos obstáculos se tornan insalvables cuanto más lejanas están ambas culturas entre sí. En algunos casos la distancia es tal que el traductor se ve en la obligación de intervenir de alguna manera, con mayor o menor acierto, para conseguir en sus lectores el mismo efecto, o al menos un efecto equivalente, al buscado por el autor para los suyos. El traductor es, así entendido, esencialmente un mediador entre interlocutores que no pueden establecer contacto directo por la barrera que impone el idioma y, en ese sentido, actúa como un canal de comunicación entre el productor del texto original y sus receptores en la lengua de destino, una vía que facilita y propicia la transferencia cultural:
“Los traductores median entre culturas (lo cual incluye las ideologías, los sistemas morales y las estructuras sociopolíticas) con el objetivo de vencer las dificultades que atraviesan el camino que lleva a la transferencia de significado. Lo que tiene valor como signo en una comunidad cultural puede estar desprovisto de significación en otra, y el traductor se encuentra inmejorablemente situado para identificar la disparidad y tratar de resolverla”. (Hatim y Mason, en Teoría de la traducción. Una aproximación al discurso).
La mediación (traducción) comprende un proceso complejo que abarca la interpretación-lectura y la paráfrasis, siendo el resultado la reformulación (conocida como traducción libre) de un texto original que se pone a la disposición de un grupo de usuarios al que no le es posible acceder al texto de manera directa. A diferencia del lector común, el traductor lee para producir, decodifica para volver a codificar con unos códigos diferentes pero la zona desde la que realiza esta tarea no es una zona virgen; como individuo está gobernado por esquemas interpretativos (reglas que rigen el grupo social al que se pertenece), por unos principios creativos específicos (probablemente más diferentes cuanto más distan las culturas entre las que se traduce), por concepciones distintas de cómo se ordena y dispone una realidad dada, por una tradición, por ideologías, creencias (sistemas de pensamiento) y, en resumen, por unos modelos ligados a una dinámica sociocultural determinada.
En este sentido, a todo traductor se le presupone cierta ética, según la cual ha de procurar captar y ser fiel (en la medida de lo posible) al propósito retórico general y a los valores discursivos presentes en el texto original; no obstante, dada la dificultad que entraña renegar de su propio ser, la única opción factible sería buscar el equilibrio entre las diferentes dimensiones (socioculturales, históricas, ideológicas…) y aproximarse lo más posible a la intención del autor del original, teniendo siempre presente que cualquier texto que trate de expresar otro, escrito en una lengua distinta, inevitablemente lleva emparejada cierta interpretación. Nunca se traduce sin más. Se traduce con una comunidad lectora particular en mente, a partir de una presuposición inicial de lo que significa traducir y en unas circunstancias que requieren adaptar esas directrices abstractas a las exigencias del momento (aparte de que pudieran existir otros objetivos ocultos).
Así pues, entre autor y receptor se abre un espacio intermedio que es ocupado por el traductor (que interpreta y reelabora) lo cual no está exento de polémica ya que implica la presencia de la subjetividad del traductor en todo texto traducido, subjetividad que puede implicar la manipulación del texto original de diferentes maneras con mayor o menor fidelidad a la intención y efectos originales. Este papel del traductor como intérprete se perfiló de forma nítida en los últimos decenios del siglo XX, acompañado de la idea del traductor, traidor (traduttore,tradittore) que manipula intencionadamente el mensaje y aprovecha, desde su situación de privilegio, la ocasión de dejar entrever su propio pensamiento o el de la empresa que ideológicamente lo patrocina y mantiene. En el fondo, incluso la propia elección de un determinado texto para traducir supone una carga intencional no desdeñable.
Para Borges “las traducciones que más se proponen ser fieles y literales son las que más traicionan al original”, y el mérito de la traducción reside en aquello que generalmente se condena y que no es otra cosa que lo que denomina la infidelidad creadora. Tradicionalmente se ha medido la traducción en términos de comparación con el original, y en esta operación la traducción siempre pierde pues el traductor no puede reproducir todos los aspectos lingüísticos, culturales e históricos que existen en el original. Pero la infidelidad creadora reescribe la obra en un contexto nuevo. El texto cambia desde el momento en que cambia la lengua, cambian las palabras, las circunstancias en las que se leen y la nueva cultura en la que se engranan. En este sentido, la traducción se presenta como un proceso de apropiación en el que siempre hay una pérdida pero también una transformación y el potencial de crear algo nuevo. Si no fuera posible alterar, no sería posible traducir.
Desde ese punto de vista la traducción tiene la misma importancia que el original (frente a la concepción tradicional según la cual la traducción siempre era secundaria al original y por tanto tenía menos valor) y cada nueva traducción supone una nueva obra en tanto que una nueva lectura. En este sentido, las versiones de un texto a lo largo de la historia o en diversas lenguas son para Borges “borradores de una obra a la que no puede darse nunca el carácter de definitiva”, llegando a afirmar que en algunos casos “el original es infiel a la traducción”. Para este escritor traducir es un modo de leer y leer es interpretar y construir un texto; por tanto, la traducción deja de ser una copia del original para pasar a ser ella misma una obra original, nueva y diferente. Las mejores traducciones, en su opinión, no son las que restituyen el significado o las palabras del original, sino las que están mejor escritas, las más agradables de leer. En definitiva, la traducción no se mide por su fidelidad o libertad con respecto al original, sino por su fidelidad a la cultura y a la lengua en la que se integra. “Traducir es una forma de crear cultura y de engrandecer una lengua, introduciendo en ella ecos de otras lenguas”.
De cualquier modo, ya desde comienzos del siglo XIX el problema de la traducción quedó indisolublemente unido al problema del diálogo entre culturas a partir de las consideraciones del filósofo y filólogo romántico Schleiermacher en cuya obra Sobre los diferentes métodos de traducir podíamos leer:
Friedrich Schleiermacher | Foto: Wikimedia
“¿Qué caminos puede emprender el verdadero traductor que quiere aproximar de verdad a estas dos personas tan separadas, su escritor original y su propio lector, y facilitar a este último, sin obligarle a salir del círculo de su lengua materna, el más exacto y completo entendimiento del primero? A mi juicio sólo hay dos. O bien el traductor deja al escritor lo más tranquilo posible y hace que el lector vaya a su encuentro; o bien deja lo más tranquilo posible al lector y hace que vaya a su encuentro el escritor”.
Así las cosas, y como conclusión, parece ser que el proceso de traducción supone, sin duda, una comprensión/lectura del original, que se produce desde una perspectiva y con unos receptores en mente; esta lectura además varía con cada época, con cada cultura y con cada traductor.
La comprensión de un original es un largo proceso que en rigor no termina nunca y cada nueva interpretación produce una nueva traducción, una nueva lectura y, en ese sentido, amplía al original, lo va completando. Una vez comprendido hay que pensarlo en otra lengua y eso es lo que supone la nueva magnitud del original. Cualquier idioma al que se intente traducir tiene otras formas de decir que es posible que no coincidan con las del idioma original. Y es a partir de esa posibilidad del idioma de traducción desde donde el texto original se va transformando hasta llegar a mostrar con una nueva forma lo dicho en el idioma original. Eso es posible porque se piensa en un idioma diferente y de esa manera la traducción contribuye a la comprensión plena del texto original. La traducción no es un vehículo para llegar al original sino que es un medio para comprenderlo. Al traducir comprendemos lo mismo que está comprendido en el idioma original pero lo comprendemos de otra forma. Se trata, en esencia, de las diferentes relaciones del hombre con el mundo que cada lengua expresa a su manera.
Traducir es entender en cada lengua relaciones con la realidad y usar el lenguaje, la lengua apropiada para plasmarla en cada una. En esa misma línea H.G. Gadamer en Verdad y método afirma que “la traducción no es una simple resurrección del original sino una recepción del texto condicionada por la comprensión de lo que se dice de él. Traducir no se limita a transcribir lo que le da origen sino que supone agregarle un suplemento, un añadido según la cultura que lo recibe”.
Puede parecer que todas estas teorías sobre la traducción libre son relativamente recientes y novedosas; sin embargo, nada más lejos de la realidad. Ya en el siglo I a.C., el gran Cicerón, primer defensor de este método, reconocido orador y traductor de escritores como Esquines y Demóstenes declaraba:
“Y no traduje como intérprete sino como orador, con la misma presentación de las ideas y de las figuras, si bien adaptándolas palabras a nuestras costumbres. […] No me fue preciso traducir palabra por palabra, sino que conservé el género entero de las palabras y la fuerza de las mismas. No consideré oportuno dárselas al lector en su número sino en su peso”.

domingo, 29 de diciembre de 2013

El complejo arte de la traducción (I): estética y sentido

De lo que yo compuse juzgará cada uno a su voluntad; de lo que es traducido, el que quisiere ser juez pruebe primero qué cosa es traducir poesías elegantes, de una lengua extraña a la suya, sin añadir ni quitar sentencia y guardar cuanto es posible las figuras de su original y su donaire, y hacer que hablen en castellano y no como extranjeras y advenedizas, sino como nacidas en él y naturales”. Fray Luis de León

Las palabras no sólo significan, también evocan”. Álex Grijelmo
Cada día nos acercamos a un sinfín de textos diferentes, ya sea para estudiarlos, como parte de nuestro trabajo, o con intención meramente lúdica; y un elevado porcentaje de ellos está constituido por traducciones. Conocemos perfectamente las obras de escritores rusos, daneses, japoneses, árabes, checos, polacos o turcos, y las hemos leído –sorprendentemente- sin entender una sola palabra de las lenguas en las que fueron escritas. Esto es posible gracias a las traducciones aunque rara vez nos planteamos en qué consiste esto que he denominado el difícil arte de la traducción.
¿De qué hablamos cuando hablamos de traducción? Todo el mundo sabe, o cree saber, lo que es traducir. Se trata aparentemente de algo obvio: pasar lo dicho en un idioma a otro idioma. Esto supone que se entiende perfectamente qué es lo que el original dice para después traspasarlo fielmente al idioma de la traducción. En principio, la fidelidad de este traspaso quedaría garantizada por la elección del término adecuado en la lengua de recepción.
Si se piensa que la única finalidad de la traducción es reproducir el original en un idioma diferente, ésta supondría únicamente una ayuda, un instrumento para ir al original (debido a la ignorancia del mismo) y la traducción sería tanto mejor cuanto menos tuviera que decir por su cuenta (el ideal sería nada), cuanto más dejara hablar solo al original. La traducción es pensada así como un trans-porte de algo (el texto) que ya estaría plenamente acabado en el original y podría ser trasportado sin mutación alguna al idioma de la traducción en la que se conforma un nuevo texto que expresaría exactamente lo mismo que el primero. Pero ¿es esto tan fácil? ¿es incluso fácil entender las palabras con sus matices y sentidos, con las insinuaciones que conllevan, aun en nuestra propia lengua?
Las expresiones del tipo una buena/mala traducción, que tan frecuentemente empleamos, presuponen la posibilidad de un modelo de traducción en relación al cual cualquier traducción puede ser calificada como buena o mala, cuestión que, en principio, dependerá de la mayor o menor preparación y destreza del traductor, es decir, de cuestiones tales como el conocimiento que posea de la lengua origen y de la de destino, de su habilidad para apreciar y plasmar en su nuevo texto las calidades estéticas del original o, incluso, del cuidado que ponga en no omitir por olvido alguna palabra o frase. Estos problemas al ser de índole práctica pueden subsanarse con una debida formación lingüística, literaria y estética. Pero, ¿se puede conseguir una buena traducción sólo con estas destrezas?
En principio, hay que tener en cuenta que además de estos problemas meramente lingüísticos a los que debe enfrentarse un traductor, existen otros muy importantes de tipo cultural que son bastante más complejos porque no se resuelven mirando un diccionario o una gramática sino que exigen recursos documentales y conocimientos culturales de las dos civilizaciones, la de producción y la de recepción. La cuestión fundamental será encontrar equivalentes que produzcan en el lector de la traducción el mismo efecto que el autor pretendía causar a los lectores a los que iba dirigido el texto original. Así pues, para realizar una buena traducción se necesitarían algunas destrezas prácticas o técnicas como, en primer lugar, poseer un amplio conocimiento lingüístico contrastivo en ambas lenguas (ser casi bilingüe) ya que en la elección correcta del término adecuado se basará no sólo la buena trasmisión de una lengua a otra sino también su estética; en segundo lugar, un conocimiento exacto del nivel cultural y del contexto en el que se produce el original, así como una gran habilidad para escribir en su propio idioma y para leer la lengua del autor; en tercer lugar, se requerirían ciertos conocimientos sobre el tema tratado en el texto para no caer en falsas interpretaciones.
Pero incluso cumpliendo estas condiciones la traducción presenta serios y complejos problemas pues no solo consiste en decir lo mismo con otras palabras sino que se trata de pensar en una lengua lo que se piensa en la otra y eso trasciende el mero hecho lingüístico para convertirse en una cuestión filosófica.
Teorías y debates
Los debates en torno a la traducción no son recientes; ya los encontramos en la antigüedad clásica en la que se formulaban sobre dos supuestos, a saber, traducir palabra por palabra, o traducir las ideas a cuyo servicio se pondrían las palabras y recursos de la lengua de destino. Por consiguiente, según esto, ante la traducción (definida como la sustitución de un texto de una lengua original por el equivalente en otra) cabrían dos posturas teóricas:
1.- La traducción literal, que intentaría reproducir el texto original palabra por palabra sin atender a otras cuestiones. Estos textos no serían traducciones sino más bien transcripciones y se basan en la creencia, errónea, de que existe una correspondencia exacta entre las lenguas, entre un objeto y la palabra que lo representa, entre lo que el lenguaje dice y lo que quiere decir.
2.- La traducción libre, que trataría de reproducir los efectos del original sin respetar la literalidad, pero manteniendo una cierta fidelidad intencional.
Antes de entrar en materia, conviene precisar que un texto no es una mera suma de palabras o frases sino el resultado de la combinación de fenómenos lingüísticos y extralingüísticos que conforman un entramado complejo en el que convergen múltiples factores, a los que habría que añadir la figura del traductor y su mundo (en el sentido más amplio: espacio-tiempo, tradición, creencias…).
En la actualidad se impone la idea de que la traducción lejos de ser una simple transformación lingüística es una negociación entre culturas, entre diversas mentalidades: una vía de tráfico intercultural. Traducir, en este sentido, no consistiría en trasmitir el texto o la cultura originales sino hacerlos llegar de una determinada manera y no de otra. Nunca se traduce sin más; es una labor que siempre se lleva a cabo desde y en un momento y una sociedad particulares, con un tipo de lector en mente, a partir de una disposición hacia la cultura y el texto original, contextualizados y concretos, y con una intención y unas miras determinadas. La traducción no se produce en el vacío; está en el mundo y, de hecho, se le exige que responda ante él.
Tradicionalmente, los estudiosos del fenómeno de la traducción se han centrado en dos cuestiones esenciales: en primer lugar, el interrogante sobre si realmente es posible o no traducir un texto; en segundo lugar, -admitiendo que fuera posible- en cuál sería el método idóneo para hacerlo o, lo que es lo mismo, explicar en qué consiste traducir.
Ortega, en Miseria y esplendor de la traducción, manifiesta su opinión al respecto al afirmar que “traducir es algo que sencillamente el ser humano no puede hacer”, y defiende que es una utopía aunque reconoce que puede haber un acercamiento mayor o menor entre el texto origen y el de destino; será mayor en ciertos discursos como los de las ciencias naturales y exactas, y menor en otros como, por ejemplo, la literatura en la que la tarea se complica en extremo al añadir la dificultad de la forma, la voluntad de estilo (pensemos en el hecho de traducir un texto poético manteniendo el ritmo o la rima que han sido creados a partir de unos elementos lingüísticos determinados y muy concretos de la lengua original que pueden no tener correlato exacto en la de destino).
En los textos científicos, el hombre se traduce a sí mismo de una lengua a una terminología, no es una lengua natural, aquella ha salido de ésta y ésta, en su segunda traducción, no tiene detrás una tradición o estructuras de pensamiento y creencias. La traducción de textos técnicos, por ejemplo, es relativamente sencilla ya que la lengua empleada es, en gran medida, artificial, ha sido pactada y acordada, tanto en el léxico como en las reglas de uso; es una lengua muy alejada del lenguaje natural y, en ese sentido, está desprovista de ambigüedades, metáforas, vacilaciones semánticas, imprecisiones y no se somete a los avatares a los que lo está cualquier lenguaje natural. En este sentido debemos reconocer, con Ortega, que hay más facilidad para traducir unos textos que otros, y que en los casos en los que la identidad de términos y significados es imposible solo cabe la versión, una aproximación mayor o menor al original que, por otro lado, abre ante el esfuerzo del traductor una actuación sin límites.
Por otro lado, procede en este momento cuestionarnos qué entendemos por texto original pues el lenguaje mismo, en su esencia, es ya una traducción: primero, porque representa el mundo no verbal, la realidad; y después, porque cada signo y cada frase son la traducción de otro signo y otra frase. Este razonamiento puede ser invertido sin perder validez: todos los textos son originales porque cada traducción es distinta, cada traducción es una invención y en ese sentido constituye un texto único.
El poeta cuando escribe está traduciendo, tratando de hacer transparente una experiencia vital no lingüística, a través de metáforas, y así la poesía supone una nueva forma de entender la realidad: “Todo es traducción”, señala Octavio Paz; y es que la traducción subyace en toda comunicación humana; el puro lenguaje, el lenguaje natural, ya supone una traducción del mundo que aparece desde la infancia cuando un niño pregunta a su madre por el significado de los términos que no entiende en su lengua. “La traducción -sostiene Paz- es el estado natural del hombre”.
Así las cosas, si se acepta la tesis de la relación entre la lengua y la visión del mundo, defendida por prestigiosos filósofos del lenguaje como Humboldt, Sapir o Wolrf, traducir sería una tarea condenada al fracaso de antemano, justamente porque tanto la lengua original como la de destino reflejan visiones del mundo diferentes y difícilmente reconciliables entre sí.
La teoría de Humboldt, acerca de las diferentes visiones del mundo en las distintas comunidades lingüísticas, suscitó en su día una larga y espinosa polémica con respecto a la traducibilidad de las lenguas. La cuestión podría enunciarse así: si un texto está escrito en una lengua que es el producto de la visión del mundo del pueblo que la habla y al mismo tiempo condiciona el pensamiento del que la utiliza, ¿cómo será posible traducirlo a otra lengua que es el producto y el condicionante de otra visión del mundo? Consecuentemente, Humboldt no cree en la traducibilidad absoluta pero sí, al igual que Ortega, en aproximaciones y en la posibilidad de enriquecer una lengua y ampliar una visión del mundo a través de la propia traducción. Es utópico pensar que dos vocablos pertenecientes a dos idiomas diferentes (que el diccionario presenta como traducción el uno del otro) se refieran exactamente a los mismos objetos. Como declarará Ortega:
“formadas las lenguas en paisajes diferentes y en vista de experiencias distintas, es natural su diferencia. No sólo hablamos en una lengua determinada sino que pensamos deslizándonos intelectualmente por carriles preestablecidos a los cuales nos adscribe nuestro destino verbal. Cada lengua impone un determinado cuadro de categorías, de rutas mentales y algunas, con el tiempo, dejan de tener vigencia por lo que el lenguaje entonces es sólo una forma de hablar que no refleja esa realidad en la que se conformó”.
No obstante, lo cierto es que traducimos y leemos traducciones; si bien, la cuestión estriba en determinar de qué hablemos cuando hablemos de traducción; se trata de aclarar en qué consiste -en palabras de Ortega- el esplendor de la traducción.