Traducir no consiste solo en trasvasar contenido
de una lengua a otra sino también en trasmitir el efecto que dicho contenido
produce en el receptor, y además en mundos y culturas diferentes; es ahí donde
radica su gran problema.
Las lenguas son vehículos de expresión de mundos
reales muy distintos y, por ello, la búsqueda de equivalentes resulta muy
compleja; y ciertos obstáculos se tornan insalvables cuanto más lejanas están
ambas culturas entre sí. En algunos casos la distancia es tal que el traductor
se ve en la obligación de intervenir de alguna manera, con mayor o menor
acierto, para conseguir en sus lectores el mismo efecto, o al menos un efecto
equivalente, al buscado por el autor para los suyos. El traductor es, así
entendido, esencialmente un mediador entre interlocutores que no pueden
establecer contacto directo por la barrera que impone el idioma y, en ese
sentido, actúa como un canal de comunicación entre el productor del texto
original y sus receptores en la lengua de destino, una vía que facilita y
propicia la transferencia cultural:
“Los traductores median entre culturas (lo cual incluye las ideologías, los sistemas morales y las estructuras sociopolíticas) con el objetivo de vencer las dificultades que atraviesan el camino que lleva a la transferencia de significado. Lo que tiene valor como signo en una comunidad cultural puede estar desprovisto de significación en otra, y el traductor se encuentra inmejorablemente situado para identificar la disparidad y tratar de resolverla”. (Hatim y Mason, en Teoría de la traducción. Una aproximación al discurso).
La mediación (traducción)
comprende un proceso complejo que abarca la interpretación-lectura y la
paráfrasis, siendo el resultado la reformulación (conocida como
traducción libre) de un texto original que se pone a
la disposición de un grupo de usuarios al que no le es posible acceder al texto
de manera directa. A diferencia del lector común, el traductor lee para
producir, decodifica para volver a codificar con unos códigos diferentes pero la
zona desde la que realiza esta tarea no es una zona virgen; como individuo está
gobernado por esquemas interpretativos (reglas que rigen el grupo social al que
se pertenece), por unos principios creativos específicos (probablemente más
diferentes cuanto más distan las culturas entre las que se traduce), por
concepciones distintas de cómo se ordena y dispone una realidad dada, por una
tradición, por ideologías, creencias (sistemas de pensamiento) y, en resumen,
por unos modelos ligados a una dinámica sociocultural determinada.
En este sentido, a todo traductor se le presupone
cierta ética, según la cual ha de procurar captar y
ser fiel (en la medida de lo posible) al propósito retórico general y a los
valores discursivos presentes en el texto original; no obstante, dada la
dificultad que entraña renegar de su propio ser, la única opción factible sería
buscar el equilibrio entre las diferentes dimensiones (socioculturales,
históricas, ideológicas…) y aproximarse lo más posible a la intención del autor
del original, teniendo siempre presente que cualquier texto que trate de
expresar otro, escrito en una lengua distinta, inevitablemente lleva emparejada
cierta interpretación. Nunca se traduce sin más. Se traduce con una comunidad
lectora particular en mente, a partir de una presuposición inicial de lo que
significa traducir y en unas circunstancias que requieren adaptar esas
directrices abstractas a las exigencias del momento (aparte de que pudieran
existir otros objetivos ocultos).
Así pues, entre autor y receptor se abre un
espacio intermedio que es ocupado por el traductor (que
interpreta y reelabora) lo cual no está exento de
polémica ya que implica la presencia de la subjetividad del traductor en todo
texto traducido, subjetividad que puede implicar la manipulación del texto
original de diferentes maneras con mayor o menor fidelidad a la intención y
efectos originales. Este papel del traductor como intérprete se perfiló de forma
nítida en los últimos decenios del siglo XX, acompañado de la idea del
traductor, traidor (traduttore,tradittore)
que manipula intencionadamente el mensaje y aprovecha, desde su situación de
privilegio, la ocasión de dejar entrever su propio pensamiento o el de la
empresa que ideológicamente lo patrocina y mantiene. En el fondo,
incluso la propia elección de un determinado texto para traducir supone una
carga intencional no desdeñable.
Para Borges “las traducciones
que más se proponen ser fieles y literales son las que más traicionan al
original”, y el mérito de la traducción reside en aquello que generalmente se
condena y que no es otra cosa que lo que denomina la infidelidad
creadora. Tradicionalmente se ha medido la traducción en términos
de comparación con el original, y en esta operación la traducción siempre pierde
pues el traductor no puede reproducir todos los aspectos lingüísticos,
culturales e históricos que existen en el original. Pero la infidelidad
creadora reescribe la obra en un contexto nuevo. El texto cambia desde el
momento en que cambia la lengua, cambian las palabras, las circunstancias en las
que se leen y la nueva cultura en la que se engranan. En este sentido, la
traducción se presenta como un proceso de apropiación en el que siempre hay una
pérdida pero también una transformación y el potencial de crear algo nuevo. Si
no fuera posible alterar, no sería posible traducir.
Desde ese punto de vista la traducción tiene la
misma importancia que el original (frente a la concepción tradicional según la
cual la traducción siempre era secundaria al original y por tanto tenía menos
valor) y cada nueva traducción supone una nueva obra en tanto que una nueva
lectura. En este sentido, las versiones de un texto a lo largo de la historia o
en diversas lenguas son para Borges “borradores de una obra a
la que no puede darse nunca el carácter de definitiva”, llegando a afirmar que
en algunos casos “el original es infiel a la traducción”. Para este escritor
traducir es un modo de leer y leer es interpretar y construir un texto; por
tanto, la traducción deja de ser una copia del original para pasar a
ser ella misma una obra original, nueva y diferente. Las mejores traducciones,
en su opinión, no son las que restituyen el significado o las palabras del
original, sino las que están mejor escritas, las más agradables de leer. En
definitiva, la traducción no se mide por su fidelidad o libertad con respecto al
original, sino por su fidelidad a la cultura y a la lengua en la que se integra.
“Traducir es una forma de crear cultura y de engrandecer una lengua,
introduciendo en ella ecos de otras lenguas”.
De cualquier modo, ya desde comienzos del siglo
XIX el problema de la traducción quedó indisolublemente unido al problema del
diálogo entre culturas a partir de las consideraciones del filósofo y filólogo
romántico Schleiermacher en cuya obra Sobre los
diferentes métodos de traducir podíamos leer:
“¿Qué caminos puede emprender el verdadero traductor que quiere aproximar de verdad a estas dos personas tan separadas, su escritor original y su propio lector, y facilitar a este último, sin obligarle a salir del círculo de su lengua materna, el más exacto y completo entendimiento del primero? A mi juicio sólo hay dos. O bien el traductor deja al escritor lo más tranquilo posible y hace que el lector vaya a su encuentro; o bien deja lo más tranquilo posible al lector y hace que vaya a su encuentro el escritor”.
Así las cosas, y como conclusión, parece ser que
el proceso de traducción supone, sin duda, una
comprensión/lectura del original, que se produce desde una
perspectiva y con unos receptores en mente; esta lectura además varía con cada
época, con cada cultura y con cada traductor.
La comprensión de un original es un largo proceso
que en rigor no termina nunca y cada nueva interpretación produce una nueva
traducción, una nueva lectura y, en ese sentido, amplía al original, lo va
completando. Una vez comprendido hay que pensarlo en otra lengua y eso es lo que
supone la nueva magnitud del original. Cualquier idioma al que se intente
traducir tiene otras formas de decir que es posible que no coincidan con las del
idioma original. Y es a partir de esa posibilidad del idioma de traducción desde
donde el texto original se va transformando hasta llegar a mostrar con una nueva
forma lo dicho en el idioma original. Eso es posible porque se piensa en un
idioma diferente y de esa manera la traducción contribuye a la comprensión plena
del texto original. La traducción no es un vehículo para llegar al original sino
que es un medio para comprenderlo. Al traducir comprendemos lo mismo que está
comprendido en el idioma original pero lo comprendemos de otra forma. Se trata,
en esencia, de las diferentes relaciones del hombre con el mundo que cada lengua
expresa a su manera.
Traducir es entender en cada lengua relaciones
con la realidad y usar el lenguaje, la lengua apropiada para plasmarla en cada
una. En esa misma línea H.G. Gadamer en Verdad y
método afirma que “la traducción no es una simple resurrección del
original sino una recepción del texto condicionada por la comprensión de lo que
se dice de él. Traducir no se limita a transcribir lo que le da origen sino que
supone agregarle un suplemento, un añadido según la cultura que lo recibe”.
Puede parecer que todas estas teorías sobre la
traducción libre son relativamente recientes y novedosas; sin embargo, nada más
lejos de la realidad. Ya en el siglo I a.C., el gran Cicerón,
primer defensor de este método, reconocido orador y traductor de escritores como
Esquines y Demóstenes declaraba:
“Y no traduje como intérprete sino como orador, con la misma presentación de las ideas y de las figuras, si bien adaptándolas palabras a nuestras costumbres. […] No me fue preciso traducir palabra por palabra, sino que conservé el género entero de las palabras y la fuerza de las mismas. No consideré oportuno dárselas al lector en su número sino en su peso”.