Si existe un instinto consustancial,
primitivo y arraigado en el ser humano, compartido con cualquier otra
especie animal, es el de supervivencia; todos los demás se reducen a
este: supervivencia de la especie, de la descendencia o de sí mismo.
Cualquier niño, sin adiestramiento previo, luchará con todas sus fuerzas
por salvaguardar su vida. En ellos es instintivo; en los adultos,
además, aprendido.
Agazapado en un pequeño nicho que él
mismo ha fabricado, cubierto por matojos secos y oculto a la vista, se
esconde un niño. Asistimos a su agonía y a su miedo mientras el tiempo
transcurre lentamente, oyéndose a lo lejos las voces de la partida que
lo busca. Podemos sentir su angustia. Los hombres se acercan y el niño
contiene la respiración; pasan las horas y arrebujado entre la tierra
mojada por su propia orina se queda dormido. Cuando despierta, el
peligro ha pasado. Con el pequeño cuerpecito entumecido abandona
desorientado su escondrijo. Ante él solo silencio y una yerma extensión
sin final, una meseta interminable sin lugar alguno para refugiarse.
Con esta agónica situación comienza Intemperie, ópera prima de Jesús Carrasco,
en la que el lector es testigo de la huida de un niño del que
desconocemos todo, salvo que se trata de una criatura, por la
descripción del tamaño del agujero en el que se haya oculto, e incluso
nos es ajeno el motivo que lo ha llevado a abandonar el hogar paterno.
Así pues, el desencadenante de la trama es ignorado -pero sospechado- y
se va perfilando conforme avanzan los acontecimientos, a través de los
recuerdos del pequeño. Estos recuerdos, en voz del narrador, sirven de
vehículo no solo para desvelar el origen de la angustia que atormenta al
niño sino también para recomponer su historia pasada, los lugares y
personas que hasta ese momento habían conformado su pequeño mundo.
“Guiado por el viejo y
sostenido por el asno, se abandonó a los recuerdos del lugar del que
procedía. Su pueblo, levantado sobre el fondo de una rambla chata…”.
Estas evocaciones nos revelarán que la
vida hasta entonces había transcurrido, junto a su padre, en un pequeño
pueblo semiabandonado -como todos- a causa de la pertinaz sequía que
durante años ha arrasado la zona. La mayor parte de la población se ha
visto obligada a emigrar y los que han permanecido en ella sufren el
contagio de lo extremo del paisaje, un pedregal inmenso, una desértica
llanura en la que impera la ley del más fuerte y la vida no tiene ningún
valor; donde un padre puede maltratar y matar impunemente e incluso
vender un hijo al mejor postor a cambio, tal vez, de algún favor.
Las noticias sobre la vida anterior del
niño así como la causa de su huida, que el narrador, en un goteo
continuo, nos va ofreciendo, son al principio subliminales, al igual que
los escasísimos datos que se nos ofrecen sobre el resto de
circunstancias que rodean la escena inicial:
“Ni las horas bajo tierra,
ni la orina del maestro empastándole el pelo, ni el hambre, que por
primera vez le espoleaba, le resultaron suficientes para decaer en su
empeño porque aún le mordía el estómago la flor negra de la familia”.
El propio autor,
en una entrevista concedida al diario ABC,
declaraba sobre el particular que, en su opinión, la evocación o la
sugerencia producen más efecto que lo explícito y que “la imagen
incompleta provoca en el receptor una especie de impulso que tiende a
completar lo inacabado”. El lector se ve obligado por tanto a imaginar, a
leer entre líneas; a pesar de ello, estas veladas alusiones poco a poco
se van transformando en información evidente, las metáforas desaparecen
para dejar paso a la realidad y el lenguaje figurado deja el camino
libre a la expresión directa y descarnada:
“Metió la cabeza en el
cuarto negro y, sin distinguir nada, sintió el peso de lo que en aquel
lugar había sucedido. Una densidad de sacristía vieja, donde los ropajes
ceremoniales habían sido hilados en el comienzo mismo de los tiempos y
donde las paredes habían absorbido, durante siglos, los gritos de
monaguillo, huérfanos y expósitos. El dolor y la caridad. La muerte
arrumbada. La podredumbre abriéndose paso entre pecados inenarrables”.
Porque no cabe duda de que si hay algo
en esta novela que destaque sobre el conjunto de la obra es la violencia
que emana de sus páginas; a veces mitigada, a veces feroz: violencia en
el propio lenguaje crudo y directo, violencia de una naturaleza hostil,
violencia del hombre sobre el animal para sobrevivir y, finalmente,
violencia de este sobre el propio ser humano.
La muerte acecha tras cada rincón y
constituye a su vez el último recurso para la supervivencia. Matar o
morir es la terrible situación a la que se ven expuestos los
desheredados, los miserables, ya sean adultos o infantes; seres que,
vapuleados y hostigados por las circunstancias, y reducidos a meros
componentes del propio paisaje, son capaces, no obstante, de
salvaguardar no solo la vida sino algo mucho más importante: la
dignidad. Y es esa dignidad la que los salva.
En la devastada planicie impera “la ley
del llano”, solo sobreviven los más fuertes, y esta es la primera
lección que debe aprender un niño desvalido. La fuga, en este sentido,
supondrá para él una suerte de viaje iniciático, un viaje sin retorno,
en el que el viejo cabrero enfermo que se cruza en su camino, único
compañero de viaje, le ofrecerá lo más similar al afecto que el pequeño
haya experimentado en su corta existencia. Este personaje, solitario y
huraño, se convertirá en una especie de figura paterna, de guía en su
aprendizaje, que no solo lo instruirá en los rudimentos básicos frente
al hambre o la sed sino también, y más importante, le mostrará cómo
luchar contra la adversidad, cómo reconocer a los enemigos y cómo vencer
a la naturaleza adaptándose a ella. Aun más, limpiará de piedras el
camino para facilitarle la esperanza de un futuro.
Ya desde la portada, antes de comenzar la lectura, el autor pone al lector en antecedentes: Intemperie;
los protagonistas son seres marginados en lucha continua con el
entorno, humano o natural, en el que les ha tocado vivir y que les exige
adaptarse o morir, sin posibilidad alguna de resguardarse de las
inclemencias. Intemperie significa “sin refugio”, pero también significa
“desamparo”. Estas son las dos palabras que definen la situación en la
que se mueven los protagonistas. Es el desamparo lo que impulsa al
pequeño a escapar y lanzarse a una aventura incierta sin plan previo a
largo plazo, sin la necesaria previsión de un lugar donde cobijarse o
donde encontrar comida, aunque pese a ello será capaz de hallar -quizá
fruto de la casualidad- en esta naturaleza adversa y agresiva un
refugio que le ofrezca protección: desde el pequeño agujero en el suelo
que le sirve de escondite en un principio, o el abrigo de los muros en
ruinas de casas abandonadas, hasta el cuerpo maloliente de un cabrero
cuyo calor le trasmite la anhelada sensación de protección y al que
acaba por acercarse de manera inconsciente:
“A pesar de haberse echado a
un par de metros del pastor, a la mañana siguiente el chico se despertó
pegado al cuerpo quieto del viejo. La ininterrumpida claridad del llano
le abrió los ojos y lo primero que sintió fue el apestoso halo de
podredumbre que rodeaba al hombre, tan intenso como el suyo propio, pero
menos conocido”.
Desde el primer momento, el viejo, parco
en palabras, áspero, brusco y distante en el gesto, le ofrecerá la
protección de su persona, un cuerpo gastado por la edad y no demasiado
recio, pero que, aun debilitado por la enfermedad y la dureza de la
vida, se convertirá, sin pretenderlo, en un referente para la criatura,
en la estrella polar -la misma que contemplan en las noches sin luna
tumbados al raso- que guiará su camino hasta que se considere preparado
para emprenderlo en soledad. La relación que desde el primer momento se
establece entre el niño y el cabrero es extraña y especial, incluso la
palabra relación parece excesiva pues más bien se trata simplemente de
la coincidencia en el espacio de dos desconocidos que se hacen compañía,
que dejan pasar el tiempo uno cerca del otro, sin más: el niño mira,
observa a cierta distancia los torpes pero al mismo tiempo certeros
movimientos del pastor, recibe órdenes y las cumple. No mantienen una
conversación, no hay palabras, ni miradas.
“-Chico.
La voz del pastor lo sacó de
la sima en que se hallaba y, de manera inconsciente, giró su cabeza
hacia el hombre. Allí encontró al viejo detenido en su maniobra,
mirándole a la cara por primera vez. (…) La mirada del anciano lo
penetró y, en ese instante, se recondujo la forma en que se habían
relacionado hasta el momento”.
Efectivamente, es a partir de ese
momento cuando comienza el verdadero viaje, el auténtico aprendizaje;
ambos personajes se sitúan en su papel tomando consciencia de su
responsabilidad respecto al otro, y aunque continúa escaseando la
comunicación, especialmente la verbal, se establece entre ambos un nexo
íntimo, imperceptible pero sólido. Apenas intercambian escuetas frases
desmigajadas, pero los gestos, especialmente los del viejo, serán mucho
más elocuentes y más efectivos. Transcurrirá de este modo un lento
peregrinaje a través de la árida meseta, sorteando obstáculos de todo
tipo, que librará finalmente al chico de las ataduras del pasado y lo
conducirá hacia la libertad. En este sentido es el miedo el mayor
obstáculo que se verá obligado a superar, un terror atroz a los adultos,
cuyo mero recuerdo produce un efecto devastador en él, el mal encarnado
en la figura del alguacil, personaje que cierra el eje triangular de
la historia y que es el contrapunto maniqueo del cabrero:
“Entonces pensó en su padre.
(…) Lo vio, como tantas veces, fingiendo desamparo. Tratando de hacer
creer a todos que, seguramente, el chico, mientras corría tras algún
perdigón , había caído en un pozo ciego. Que la desgracia se cebaba una
vez más con su familia. (…) Meneó la cabeza entre las rodillas como si
así fuera a sacudirse esos pensamientos. La estampa de su padre,
solícito y servil, volvió a su mente en compañía del alguacil. Una
escena que, como ninguna otra, provocaba en su cuerpo desórdenes de todo
tipo”.
Al igual que sucede con el niño y el
pastor, es un personaje sin nombre ni rostro, descrito, al igual que los
otros, esencialmente a través de sus actos. Tampoco aparecen en el
libro, por otro lado, referencias al espacio o al tiempo; el lugar y el
momento son imprecisos y por ello atemporales, en parte porque lo que se
trata de mostrar es la naturaleza misma de los instintos, la primacía
de la barbarie sobre la razón o la ética, la violencia y mezquindad que
provoca la miseria, el abuso del poder frente a los desvalidos, frente a
los desamparados, la indefensión de los más débiles y, al fin, la
inocencia de la infancia pese a la adversidad: no es el niño quien se
manchará las manos de sangre, aunque, si lo hubiera hecho, quedaría
sobradamente justificado; su figura recuerda, en este sentido, las
palabras de la novela de Cela: “Yo, señor, no soy malo aunque no me faltarían motivos para serlo”.
Inmerso en un mundo de injusticias,
abusos, violencia, barbarie, y miseria, en el que se ve obligado a
madurar con rapidez, viviendo situaciones a las que ningún niño debería
enfrentarse, y pese a que concluye el relato en la misma situación de
soledad y desamparo, la experiencia del camino transformará al niño en
un individuo mucho más fuerte, y la bondad del desconocido le brindará
una opción válida de futuro. El deseo de valentía y fuerza para luchar
contra el infortunio se muestra ya en la génesis misma de la huida:
“Como mucho daría la vuelta
al mundo para toparse de nuevo con el pueblo. Entonces ya daría igual.
Sus puños serían duros como la roca. Habría vagado casi eternamente y,
aunque no hubiera encontrado a nadie, habría aprendido de sí y de la
Tierra lo suficiente como para que el alguacil no pudiera someterle más.
Se preguntó si sería capaz de perdonar en esas circunstancias”.
A caballo entre El camino, novela con la que algunos críticos la han relacionado, y el tremendismo más salvaje de La familia de Pascual Duarte,
se sitúa la obra de Jesús Carrasco. Con la primera comparte ciertamente
bastantes elementos: el protagonista -un niño de corta edad-, el
ambiente de la España rural de la posguerra (que aunque alejado de la
pequeña aldea norteña recrea el marco de la Castilla rural de otras
obras de Delibes) en la que asistimos a la
identificación de los protagonistas con el propio paisaje con el que
incluso llegan a fundirse; los temas principales sobre los que gira la
trama -la infancia, la naturaleza y la muerte-, o la necesidad de
abandonar el hogar paterno, que si bien en la novela de Delibes se debe
al empuje de un padre que desea el bienestar y el progreso de su hijo,
en Intemperie, es el niño el que abandona el hogar por propia iniciativa
impulsado por el miedo a la autoridad de un padre indeseable.
Por otro lado, las similitudes con la
obra de Cela y la corriente tremendista son también evidentes: la
crudeza en la presentación del relato y los acontecimientos, la
recurrencia de situaciones violentas de todo tipo, el lenguaje duro y
descarnado, la presencia de personajes marginados (los propios
protagonistas), con taras físicas (el tullido con las piernas amputadas
que se desliza a ras del suelo sobre una especie de carrito empujándose
con las manos como un animal) y criminales (“el Colorao”, un facineroso
sin moral, a las órdenes del alguacil para los trabajos sucios) o las
abundantes descripciones de paisajes -más escasas en el caso de los
propios personajes- y en las que predomina la suciedad, la podredumbre y
lo escatológico en general.
Pero existen además otras influencias
literarias bastante obvias como, por ejemplo, las relaciones que
mantiene con la novela picaresca del XVI, y me refiero, en concreto, al
protagonista Lázaro de Tormes con el que presenta bastantes similitudes:
ambos niños, ambos míseros, ambos desamparados y solos, en lucha
constante por sobrevivir, siempre enfrentados a un destino adverso en un
mundo que les ofrece múltiples oportunidades para convertirse en
individuos violentos, ruines o perversos, pero al que logran vencer
manteniendo su inocencia; de ahí el sentimiento de ternura que ambos
provocan en el lector.
En cualquier caso, pese a que el relato
nos coloca continuamente frente a situaciones incómodas, desagradables e
incluso repugnantes -maltrato, pederastia, abuso de poder, violencia,
hambre o miseria- no provoca rechazo sino, muy al contrario, su lectura
engancha y emociona, lo que sin duda se debe a la excepcional sutileza
con la que el autor se acerca a estos temas y el magistral uso del
lenguaje empleado, preciso, cuidado, y elegante, aunque duro y directo
al mismo tiempo, intercalando con soberbia factura la delicadeza de la
voz con la expresión llana y directa.
“Le embelesó el aroma dulzón
de los higos ausentes y, sin ser consciente, alguna parte de él se
meció en un recuerdo agradable. Quizá una tarde de verano jugando bajo
la higuera de la estación del ferrocarril, en un momento todavía
inmaculado”.
Jesús Carrasco, con Intemperie,
ha aportado a la narrativa española actual una obra excepcional,
destinada a ser un clásico -como algún crítico ha señalado- que llegó a
nuestro país avalada por el enorme éxito cosechado previamente en
Europa. Cuando algo así sucede, especialmente con una ópera prima y un
escritor desconocido, las críticas y los elogios surgen en igual medida.
Se le ha reprochado, principalmente, el lenguaje engolado, arcaico y
forzado, con una excesiva presencia de términos rurales en desuso y, por
tanto, desconocidos para el lector. Sin embargo, se trata de una obra
conmovedora, narrada con una prosa excepcional y cargada de un lirismo
que se transmite desde las primeras páginas, de factura perfecta y
calidad literaria indiscutible.
Si existe un instinto consustancial,
primitivo y arraigado en el ser humano, compartido con cualquier otra
especie animal, es el de supervivencia; todos los demás se reducen a
este: supervivencia de la especie, de la descendencia o de sí mismo.
Cualquier niño, sin adiestramiento previo, luchará con todas sus fuerzas
por salvaguardar su vida. En ellos es instintivo; en los adultos,
además, aprendido.
Agazapado en un pequeño nicho que él
mismo ha fabricado, cubierto por matojos secos y oculto a la vista, se
esconde un niño. Asistimos a su agonía y a su miedo mientras el tiempo
transcurre lentamente, oyéndose a lo lejos las voces de la partida que
lo busca. Podemos sentir su angustia. Los hombres se acercan y el niño
contiene la respiración; pasan las horas y arrebujado entre la tierra
mojada por su propia orina se queda dormido. Cuando despierta, el
peligro ha pasado. Con el pequeño cuerpecito entumecido abandona
desorientado su escondrijo. Ante él solo silencio y una yerma extensión
sin final, una meseta interminable sin lugar alguno para refugiarse.
Con esta agónica situación comienza Intemperie, ópera prima de Jesús Carrasco,
en la que el lector es testigo de la huida de un niño del que
desconocemos todo, salvo que se trata de una criatura, por la
descripción del tamaño del agujero en el que se haya oculto, e incluso
nos es ajeno el motivo que lo ha llevado a abandonar el hogar paterno.
Así pues, el desencadenante de la trama es ignorado -pero sospechado- y
se va perfilando conforme avanzan los acontecimientos, a través de los
recuerdos del pequeño. Estos recuerdos, en voz del narrador, sirven de
vehículo no solo para desvelar el origen de la angustia que atormenta al
niño sino también para recomponer su historia pasada, los lugares y
personas que hasta ese momento habían conformado su pequeño mundo.
“Guiado por el viejo y
sostenido por el asno, se abandonó a los recuerdos del lugar del que
procedía. Su pueblo, levantado sobre el fondo de una rambla chata…”.
Estas evocaciones nos revelarán que la
vida hasta entonces había transcurrido, junto a su padre, en un pequeño
pueblo semiabandonado -como todos- a causa de la pertinaz sequía que
durante años ha arrasado la zona. La mayor parte de la población se ha
visto obligada a emigrar y los que han permanecido en ella sufren el
contagio de lo extremo del paisaje, un pedregal inmenso, una desértica
llanura en la que impera la ley del más fuerte y la vida no tiene ningún
valor; donde un padre puede maltratar y matar impunemente e incluso
vender un hijo al mejor postor a cambio, tal vez, de algún favor.
Las noticias sobre la vida anterior del
niño así como la causa de su huida, que el narrador, en un goteo
continuo, nos va ofreciendo, son al principio subliminales, al igual que
los escasísimos datos que se nos ofrecen sobre el resto de
circunstancias que rodean la escena inicial:
“Ni las horas bajo tierra,
ni la orina del maestro empastándole el pelo, ni el hambre, que por
primera vez le espoleaba, le resultaron suficientes para decaer en su
empeño porque aún le mordía el estómago la flor negra de la familia”.
El propio autor,
en una entrevista concedida al diario ABC,
declaraba sobre el particular que, en su opinión, la evocación o la
sugerencia producen más efecto que lo explícito y que “la imagen
incompleta provoca en el receptor una especie de impulso que tiende a
completar lo inacabado”. El lector se ve obligado por tanto a imaginar, a
leer entre líneas; a pesar de ello, estas veladas alusiones poco a poco
se van transformando en información evidente, las metáforas desaparecen
para dejar paso a la realidad y el lenguaje figurado deja el camino
libre a la expresión directa y descarnada:
“Metió la cabeza en el
cuarto negro y, sin distinguir nada, sintió el peso de lo que en aquel
lugar había sucedido. Una densidad de sacristía vieja, donde los ropajes
ceremoniales habían sido hilados en el comienzo mismo de los tiempos y
donde las paredes habían absorbido, durante siglos, los gritos de
monaguillo, huérfanos y expósitos. El dolor y la caridad. La muerte
arrumbada. La podredumbre abriéndose paso entre pecados inenarrables”.
Porque no cabe duda de que si hay algo
en esta novela que destaque sobre el conjunto de la obra es la violencia
que emana de sus páginas; a veces mitigada, a veces feroz: violencia en
el propio lenguaje crudo y directo, violencia de una naturaleza hostil,
violencia del hombre sobre el animal para sobrevivir y, finalmente,
violencia de este sobre el propio ser humano.
La muerte acecha tras cada rincón y
constituye a su vez el último recurso para la supervivencia. Matar o
morir es la terrible situación a la que se ven expuestos los
desheredados, los miserables, ya sean adultos o infantes; seres que,
vapuleados y hostigados por las circunstancias, y reducidos a meros
componentes del propio paisaje, son capaces, no obstante, de
salvaguardar no solo la vida sino algo mucho más importante: la
dignidad. Y es esa dignidad la que los salva.
En la devastada planicie impera “la ley
del llano”, solo sobreviven los más fuertes, y esta es la primera
lección que debe aprender un niño desvalido. La fuga, en este sentido,
supondrá para él una suerte de viaje iniciático, un viaje sin retorno,
en el que el viejo cabrero enfermo que se cruza en su camino, único
compañero de viaje, le ofrecerá lo más similar al afecto que el pequeño
haya experimentado en su corta existencia. Este personaje, solitario y
huraño, se convertirá en una especie de figura paterna, de guía en su
aprendizaje, que no solo lo instruirá en los rudimentos básicos frente
al hambre o la sed sino también, y más importante, le mostrará cómo
luchar contra la adversidad, cómo reconocer a los enemigos y cómo vencer
a la naturaleza adaptándose a ella. Aun más, limpiará de piedras el
camino para facilitarle la esperanza de un futuro.
Ya desde la portada, antes de comenzar la lectura, el autor pone al lector en antecedentes: Intemperie;
los protagonistas son seres marginados en lucha continua con el
entorno, humano o natural, en el que les ha tocado vivir y que les exige
adaptarse o morir, sin posibilidad alguna de resguardarse de las
inclemencias. Intemperie significa “sin refugio”, pero también significa
“desamparo”. Estas son las dos palabras que definen la situación en la
que se mueven los protagonistas. Es el desamparo lo que impulsa al
pequeño a escapar y lanzarse a una aventura incierta sin plan previo a
largo plazo, sin la necesaria previsión de un lugar donde cobijarse o
donde encontrar comida, aunque pese a ello será capaz de hallar -quizá
fruto de la casualidad- en esta naturaleza adversa y agresiva un
refugio que le ofrezca protección: desde el pequeño agujero en el suelo
que le sirve de escondite en un principio, o el abrigo de los muros en
ruinas de casas abandonadas, hasta el cuerpo maloliente de un cabrero
cuyo calor le trasmite la anhelada sensación de protección y al que
acaba por acercarse de manera inconsciente:
“A pesar de haberse echado a
un par de metros del pastor, a la mañana siguiente el chico se despertó
pegado al cuerpo quieto del viejo. La ininterrumpida claridad del llano
le abrió los ojos y lo primero que sintió fue el apestoso halo de
podredumbre que rodeaba al hombre, tan intenso como el suyo propio, pero
menos conocido”.
Desde el primer momento, el viejo, parco
en palabras, áspero, brusco y distante en el gesto, le ofrecerá la
protección de su persona, un cuerpo gastado por la edad y no demasiado
recio, pero que, aun debilitado por la enfermedad y la dureza de la
vida, se convertirá, sin pretenderlo, en un referente para la criatura,
en la estrella polar -la misma que contemplan en las noches sin luna
tumbados al raso- que guiará su camino hasta que se considere preparado
para emprenderlo en soledad. La relación que desde el primer momento se
establece entre el niño y el cabrero es extraña y especial, incluso la
palabra relación parece excesiva pues más bien se trata simplemente de
la coincidencia en el espacio de dos desconocidos que se hacen compañía,
que dejan pasar el tiempo uno cerca del otro, sin más: el niño mira,
observa a cierta distancia los torpes pero al mismo tiempo certeros
movimientos del pastor, recibe órdenes y las cumple. No mantienen una
conversación, no hay palabras, ni miradas.
“-Chico.
La voz del pastor lo sacó de
la sima en que se hallaba y, de manera inconsciente, giró su cabeza
hacia el hombre. Allí encontró al viejo detenido en su maniobra,
mirándole a la cara por primera vez. (…) La mirada del anciano lo
penetró y, en ese instante, se recondujo la forma en que se habían
relacionado hasta el momento”.
Efectivamente, es a partir de ese
momento cuando comienza el verdadero viaje, el auténtico aprendizaje;
ambos personajes se sitúan en su papel tomando consciencia de su
responsabilidad respecto al otro, y aunque continúa escaseando la
comunicación, especialmente la verbal, se establece entre ambos un nexo
íntimo, imperceptible pero sólido. Apenas intercambian escuetas frases
desmigajadas, pero los gestos, especialmente los del viejo, serán mucho
más elocuentes y más efectivos. Transcurrirá de este modo un lento
peregrinaje a través de la árida meseta, sorteando obstáculos de todo
tipo, que librará finalmente al chico de las ataduras del pasado y lo
conducirá hacia la libertad. En este sentido es el miedo el mayor
obstáculo que se verá obligado a superar, un terror atroz a los adultos,
cuyo mero recuerdo produce un efecto devastador en él, el mal encarnado
en la figura del alguacil, personaje que cierra el eje triangular de
la historia y que es el contrapunto maniqueo del cabrero:
“Entonces pensó en su padre.
(…) Lo vio, como tantas veces, fingiendo desamparo. Tratando de hacer
creer a todos que, seguramente, el chico, mientras corría tras algún
perdigón , había caído en un pozo ciego. Que la desgracia se cebaba una
vez más con su familia. (…) Meneó la cabeza entre las rodillas como si
así fuera a sacudirse esos pensamientos. La estampa de su padre,
solícito y servil, volvió a su mente en compañía del alguacil. Una
escena que, como ninguna otra, provocaba en su cuerpo desórdenes de todo
tipo”.
Al igual que sucede con el niño y el
pastor, es un personaje sin nombre ni rostro, descrito, al igual que los
otros, esencialmente a través de sus actos. Tampoco aparecen en el
libro, por otro lado, referencias al espacio o al tiempo; el lugar y el
momento son imprecisos y por ello atemporales, en parte porque lo que se
trata de mostrar es la naturaleza misma de los instintos, la primacía
de la barbarie sobre la razón o la ética, la violencia y mezquindad que
provoca la miseria, el abuso del poder frente a los desvalidos, frente a
los desamparados, la indefensión de los más débiles y, al fin, la
inocencia de la infancia pese a la adversidad: no es el niño quien se
manchará las manos de sangre, aunque, si lo hubiera hecho, quedaría
sobradamente justificado; su figura recuerda, en este sentido, las
palabras de la novela de Cela: “Yo, señor, no soy malo aunque no me faltarían motivos para serlo”.
Inmerso en un mundo de injusticias,
abusos, violencia, barbarie, y miseria, en el que se ve obligado a
madurar con rapidez, viviendo situaciones a las que ningún niño debería
enfrentarse, y pese a que concluye el relato en la misma situación de
soledad y desamparo, la experiencia del camino transformará al niño en
un individuo mucho más fuerte, y la bondad del desconocido le brindará
una opción válida de futuro. El deseo de valentía y fuerza para luchar
contra el infortunio se muestra ya en la génesis misma de la huida:
“Como mucho daría la vuelta
al mundo para toparse de nuevo con el pueblo. Entonces ya daría igual.
Sus puños serían duros como la roca. Habría vagado casi eternamente y,
aunque no hubiera encontrado a nadie, habría aprendido de sí y de la
Tierra lo suficiente como para que el alguacil no pudiera someterle más.
Se preguntó si sería capaz de perdonar en esas circunstancias”.
A caballo entre El camino, novela con la que algunos críticos la han relacionado, y el tremendismo más salvaje de La familia de Pascual Duarte,
se sitúa la obra de Jesús Carrasco. Con la primera comparte ciertamente
bastantes elementos: el protagonista -un niño de corta edad-, el
ambiente de la España rural de la posguerra (que aunque alejado de la
pequeña aldea norteña recrea el marco de la Castilla rural de otras
obras de Delibes) en la que asistimos a la
identificación de los protagonistas con el propio paisaje con el que
incluso llegan a fundirse; los temas principales sobre los que gira la
trama -la infancia, la naturaleza y la muerte-, o la necesidad de
abandonar el hogar paterno, que si bien en la novela de Delibes se debe
al empuje de un padre que desea el bienestar y el progreso de su hijo,
en Intemperie, es el niño el que abandona el hogar por propia iniciativa
impulsado por el miedo a la autoridad de un padre indeseable.
Por otro lado, las similitudes con la
obra de Cela y la corriente tremendista son también evidentes: la
crudeza en la presentación del relato y los acontecimientos, la
recurrencia de situaciones violentas de todo tipo, el lenguaje duro y
descarnado, la presencia de personajes marginados (los propios
protagonistas), con taras físicas (el tullido con las piernas amputadas
que se desliza a ras del suelo sobre una especie de carrito empujándose
con las manos como un animal) y criminales (“el Colorao”, un facineroso
sin moral, a las órdenes del alguacil para los trabajos sucios) o las
abundantes descripciones de paisajes -más escasas en el caso de los
propios personajes- y en las que predomina la suciedad, la podredumbre y
lo escatológico en general.
Pero existen además otras influencias
literarias bastante obvias como, por ejemplo, las relaciones que
mantiene con la novela picaresca del XVI, y me refiero, en concreto, al
protagonista Lázaro de Tormes con el que presenta bastantes similitudes:
ambos niños, ambos míseros, ambos desamparados y solos, en lucha
constante por sobrevivir, siempre enfrentados a un destino adverso en un
mundo que les ofrece múltiples oportunidades para convertirse en
individuos violentos, ruines o perversos, pero al que logran vencer
manteniendo su inocencia; de ahí el sentimiento de ternura que ambos
provocan en el lector.
En cualquier caso, pese a que el relato
nos coloca continuamente frente a situaciones incómodas, desagradables e
incluso repugnantes -maltrato, pederastia, abuso de poder, violencia,
hambre o miseria- no provoca rechazo sino, muy al contrario, su lectura
engancha y emociona, lo que sin duda se debe a la excepcional sutileza
con la que el autor se acerca a estos temas y el magistral uso del
lenguaje empleado, preciso, cuidado, y elegante, aunque duro y directo
al mismo tiempo, intercalando con soberbia factura la delicadeza de la
voz con la expresión llana y directa.
“Le embelesó el aroma dulzón
de los higos ausentes y, sin ser consciente, alguna parte de él se
meció en un recuerdo agradable. Quizá una tarde de verano jugando bajo
la higuera de la estación del ferrocarril, en un momento todavía
inmaculado”.
Jesús Carrasco, con Intemperie,
ha aportado a la narrativa española actual una obra excepcional,
destinada a ser un clásico -como algún crítico ha señalado- que llegó a
nuestro país avalada por el enorme éxito cosechado previamente en
Europa. Cuando algo así sucede, especialmente con una ópera prima y un
escritor desconocido, las críticas y los elogios surgen en igual medida.
Se le ha reprochado, principalmente, el lenguaje engolado, arcaico y
forzado, con una excesiva presencia de términos rurales en desuso y, por
tanto, desconocidos para el lector. Sin embargo, se trata de una obra
conmovedora, narrada con una prosa excepcional y cargada de un lirismo
que se transmite desde las primeras páginas, de factura perfecta y
calidad literaria indiscutible.