miércoles, 15 de diciembre de 2010

MIGUEL HERNÁNDEZ Y EL IMPRESIONISMO LITERARIO. EL JUEGO DEL COLOR

Pintada, no vacía:
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.


“Canción última"



La obra poética de Miguel Hernández se halla, verso a verso, impregnada de los colores que, desde niño, acompañaron las vivencias del autor. La luz mediterránea de su Orihuela natal le mostró desde la más tierna infancia una amplia gama de tonos que, con múltiples matices, quedaron grabados en su joven retina y que, de una u otra forma, sirvieron con el tiempo para profundizar en la esencia del mundo que rodeó al hombre y al poeta, y constituyeron un punto de apoyo para expresar de forma sencilla las propias experiencias o emociones mediante una especial asociación entre color e impresión, entre color e idea, alcanzando éste un protagonismo notable y mostrando una presencia constante a lo largo de toda su obra. El autor no pudo, ni quiso, sustraerse a la influencia de ese colorido y se sirvió de él como instrumento para ofrecer un nuevo sentido a las palabras y reflejar mejor su alma de poeta de la vida.
No obstante, sería poco acertado considerar que fueron exclusivamente estas experiencias de infancia y juventud las que marcaron tan acusada preferencia por el uso del color como vehículo de expresión, pues si bien definieron su estilo no constituyen la única explicación de la vasta presencia de este componente en su obra.
Hay que recordar, en este sentido, que Miguel Hernández, quizá por su temprana afición al dibujo, mantuvo a lo largo de su vida una especial relación con el mundo de la pintura, arte del color por excelencia, por la que se sintió especialmente atraído. No en vano contó entre sus amistades con artistas de la categoría de Benjamín Palencia, Maruja Mallo, Abad Miró o Fancisco de Díe, autor del cartelón para Perito en lunas y al que el poeta se dirigía como “mi amigo Paco”. El propio escritor, de hecho, solía dibujar , lo cual es una clara señal de la existencia en él de una vocación pictórica frustrada que trasladó por medio de la palabra a su obra y que, por otro lado, influyó claramente en su quehacer poético.
Miguel Hernández es uno de los poetas que ha sabido, como pocos, dominar la técnica de pintar el mundo con una gama de colores que pasa por todos los matices imaginables, si bien, no perceptibles por la vista: la palabra es en él la pincelada con la que refleja una realidad que no siempre le fue amable y que por ello abarca un campo cromático que se extiende desde blanco, el color de la luna, de la infancia y de la felicidad, hasta el negro del luto, de la muerte, de la ausencia y de la soledad, llegando incluso en algunas ocasiones a con-fundirse en un mismo:

Tú de blanco, yo de negro,
vestidos nos abrazamos.
Vestidos aunque desnudos

tú de negro, yo de blanco.


Cancionero y romancero de ausencias. 108

El color como cualidad de las cosas no es más que cierto juego de luz que otorga a los objetos un carácter peculiar o distintivo pero que en la obra del poeta oriolano se transforma y adquiere un nuevo valor recorriendo todo un abanico de posibilidades, constituyendo un arco iris de sensaciones: dolor, amor, guerra, muerte, sufrimiento, paternidad, separación, ausencia y soledad adquieren en su obra un tono propio que será expresado mediante el uso de numerosas y variadas expresiones lingüísticas asociadas al color y capaces de trasmitir el más hondo sentir humano.
Con una más que generosa paleta cromática ha sabido como pocos captar no sólo la apariencia de las cosas, del mundo alrededor, sino trasmitir junto con ello la esencia de la propia alma del poeta; el autor logra plasmar así una visión de la realidad, su visión, que va más allá del propio hecho lingüístico. El color es el vehículo y el instrumento que le permite expresar de forma precisa, ya sea consciente o inconscientemente, sus sentimientos y trasmitirlos al receptor en estado puro.
Tras la lectura atenta de la poesía hernandiana se desvela una ingente variedad de términos que de forma directa o indirecta apuntan al color y acercan al lector no sólo a la apariencia externa de lo descrito o nombrado sino – lo que es más importante- a la impresión que ello causa en el poeta y de la que, a través de dichos elementos, hace partícipe al receptor.
Sus versos, impregnados pues de ese colorido, constituyen una poesía de las impresiones, que apunta directamente al sentimiento cuyo efecto es un hecho que trasciende la mera expresión en sí, de modo similar a como la pintura mediante sus trazos coloristas produce una determinada reacción en aquel que la contempla; los colores, en este sentido, tienen una función tan importante como el propio significado de las palabras. Se trata de una evocación a través de la impresión y, en base a ello, podemos afirmar que nuestro poeta alicantino se encuentra en la línea de los grandes maestros del llamado Impresionismo Literario representado por figuras como Verlaine, Rilke, o Mallarmé cuya intención esencial -como este último declaró- era “pintar no la cosa, sino el efecto que produce”, idea que se halla claramente en consonancia con el concepto que de la poesía representa nuestro autor y que también reconocemos en figuras de la talla de Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez o Rafael Alberti, aficionado como él a la pintura, con los que comparte, además, ese gusto por el uso del color como forma de expresión.
El crítico y escritor argentino Ángel J. Battistessa recoge de manera muy acertada, en un interesante estudio sobre la obra poética de Rilke, algunos de los puntos clave que reflejan la esencia de lo que se ha denominado impresionismo en literatura señalando que dicho movimiento “no tiende a la directa reproducción de las cosas, sino a la reproducción de la impresión que las cosas nos producen. Al impresionismo no le interesa lo que son las cosas en su aristada desnudez objetiva; lo que le interesa -y esto es lo único objetivamente- es el cómo se aparecen esas cosas en una circunstancia o momentos determinados.”
Así entendida la poesía, podemos afirmar que en los versos de Miguel Hernández la palabra evoca, y al mismo tiempo provoca, un cúmulo de impresiones matizadas y concretadas por los campos semánticos o asociativos referidos al color en los que se aglutinan los términos empleados y cuya elección viene determinada, en la mayoría de las ocasiones, por la percepción que de la realidad experimenta el autor y que exterioriza a través de éstos. De ahí que un mismo tono no presente idéntico referente en todas las composiciones sino que se constituya en símbolos diversos, es decir, con un significado especial y único producto de distintas vivencias coyunturales.
Los mismos colores se transforman con cada nueva aparición perdiendo no sólo su valor semántico original sino entrando a formar parte de un campo asociativo específico y diferente. Así, por ejemplo, en Perito en lunas, el blanco se constituye, como símbolo de la luna, en metáfora de lo cotidiano, fruto de la contemplación de la que era objeto por parte del joven Miguel durante las noches vividas al raso cuidando del ganado o simplemente la presencia constante de este elemento en los paseos nocturnos por unas calles que apenas contaban con iluminación; mientras que, por otro lado, en composiciones posteriores, asociado a la nieve, la leche o la luz es capaz de trasmitir todo un abanico de emociones que van desde el amor, la felicidad o el deseo a la rabia, el dolor, la decepción o la soledad:

Tejidos en el alma, grabados, dos panales
no pueden detener la miel en los pezones.
Tus pechos en el alba: maternos manantiales,
luchan y se atropellan con blancas efusiones.

“Hijo de la luz y de la sombra”


Verde, rojo, moreno: verde, azul y dorado;
los latentes colores de la vida, los huertos,
el centro de las flores a tus pies destinado,
de oscuros negros tristes, de graves blancos yertos.

“A mi hijo”

De igual modo sucede con el azul, metáfora modernista por antonomasia, con la que, en sus primeros poemas, pinta el cielo mediterráneo de la infancia y que el poeta, todavía no azotado por el látigo de la vida, inocente y feliz, contempla sobre el campo de su Orihuela natal; pero es ése el mismo tono que en el Romancero y Cancionero de ausencias pasa a formar parte de un grave conjunto de elementos lingüísticos que semánticamente remiten a la angustia, al vacío y al sufrimiento que provoca en nuestro autor el dolor por la ausencia del hijo muerto:

El cementerio está cerca
de donde tú y yo dormimos,
entre nopales azules;
pitas azules y niños
que gritan vívidamente
si un muerto nubla el camino.
De aquí al cementerio,
todo es azul, dorado, límpido.
Cuatro pasos, y los muertos.
Cuatro pasos, y los vivos.
Límpido, azul y dorado,
se hace allí remoto el hijo.

Cancionero y romancero de ausencias. 6

Blanco, negro, rojo, nieve, luto, sangre, nata, azul, sombra, luz, dorado o plata son términos que aparecen continuamente en sus versos y que presentan un fuerte componente simbólico: una palabra remite a un elemento diferente del que contiene su significado denotativo mediante asociaciones particulares, y en el fondo de esas asociaciones se encuentra más que cualquier otra relación el color.
El lenguaje del poeta de Orihuela se presenta así como un lenguaje plástico y visual, repleto de términos que sugieren directamente el color o lo insinúan, de metáforas sensoriales en las que la palabra, por su capacidad poética y no sólo descriptiva, aislada o en combinación con otros elementos, logra arrastrar al lector al mundo interior del autor y participa con él de los sentimientos o emociones que pretende transmitir y que van más allá de lo directamente expresado.
Emisor y receptor comparten así una misma realidad y experimentan similares emociones por medio de la impresión que produce la palabra. Mediante imágenes asociadas a determinados colores, bien fruto de la individualidad del poeta, bien establecidas por una tradición anterior, metáforas intimistas o contrastes, el autor logra ir más allá de la propia expresión verbal y consigue exteriorizar aquello que se oculta a la vista.
Para Miguel Hernández, la poesía constituye mucho más que un mero ejercicio estilístico; se convierte en una necesidad vital de expresión del yo que plasma mediante un lenguaje poético cargado de imágenes sensoriales entre las que destacan aquellas que en mayor o menor medida hacen referencia al color.
Y es, en fin, este juego del color el que nos permite penetrar en un mundo de emociones personales del que se hace partícipe al lector y mediante el cual el alma del poeta se torna accesible y de desvela en toda su grandeza.

Todo era azul delante de aquellos ojos y era
verde hasta lo entrañable, dorado hasta muy lejos.

Porque el color hallaba su encarnación primera
dentro de aquellos ojos de frágiles reflejos.