viernes, 11 de julio de 2014

IMPOTENCIA

“La muerte no debe negarse. Intentarlo es una presunción. Infunde locura en el alma. Absorbe la virtud. Envenena la amistad y convierte el amor en una farsa

SalamandraUna de las relaciones que con más facilidad y frecuencia establece el ser humano a lo largo de su vida es la amistad, pero en raras ocasiones se cuestiona el verdadero sentido de esta palabra ¿Qué tipo de compromiso se adquiere al  establece una relación de amistad? ¿Hasta qué punto el individuo debe condicionar su vida por ella? ¿Puede coartar en algún caso la propia libertad? ¿Tiene derecho un amigo, amparado en esa relación, a exigir sacrificios extremos de la otra parte? ¿Hasta dónde, en fin, exige esta palabra?
Estos son solo algunos de los interrogantes que Helen Garner nos plantea en su novela La habitación de invitados con la que, en 2010, regresa a la ficción tras dieciséis años alejada de ella.
Narrada en primera persona, la protagonista –Helen-, al igual que su autora, es una escritora madura, independiente y vital, que se ve obligada a afrontar la difícil, situación de acompañar a una vieja amiga durante sus últimos meses de vida. Ambas son espíritus libres, seres individualistas y autosuficientes por lo que, en cierto modo, el sufrimiento de aquella es el suyo propio, al igual que la dependencia a la que se ve sometida debido a la enfermedad.
Nicola, que vive en el otro extremo del país, ha recurrido a Helen para alojarse unas semanas en la casa que esta posee en la ciudad donde ha decidido someterse a un tratamiento alternativo, convencida de que será un remedio eficaz para atajar el cáncer que padece. Helen, que vive sola y sin obligaciones, aunque su nieta entra y sale constantemente de la casa, prepara con esmero la habitación de invitados para que su amiga se sienta lo más cómoda posible, y cuida en extremo todos los detalles, intentando recordar los gustos y manías de Nicola, para que nada pueda perturbar su estancia.
Ambas mujeres creen ser almas gemelas; de hecho, esta similitud que las acercó en su juventud, mantenida a lo largo de los años, se acabo transformando en una sólida amistad. No obstante, con el paso del tiempo, sus vidas se han distanciado y su carácter parece incompatible: mientras Helen se ha convertido en una mujer racional, cerebral y realista, poco dada las fantasías,  Nicola, por el contrario, continúa defendiendo un pertinaz inconformismo frente a lo convencional y conservando una fe ciega en lo alternativo, empeñada en aferrarse a un ingenuo idealismo.
Estas diferencias, que ambas habían ido percibiendo sutilmente a lo largo de los años, salen a la luz con toda su crudeza tras el reencuentro y la necesidad de hacer frente juntas a la enfermedad; en esta ocasión –como siempre había sucedido- su actitud ante las circunstancias es radicalmente opuesta y las discrepancias que se generan terminan por interponerse entre ellas, abriendo una brecha cada vez mayor en una amistad que parecía inquebrantable y que acabará por convertirlas en dos extrañas.
Lo que para Nicola es esperanza, ilusión, opciones y alternativas, para Helen es miedo, falsedad, inconsciencia e ingenuidad. La difícil situación que ambas tienen que soportar y la inevitable llegada de la muerte las ha situado en posiciones dispares y enfrentadas, tanto por la propia presión de los acontecimientos como por las soluciones que una y otra aportan: Nicola se niega a aceptar su estado y, desahuciada por la medicina tradicional, comienza un peregrinaje por cualquier persona, institución o lugar que pueda ofrecer una esperanza de curación; Helen, por su parte, considera esta decisión una actitud cobarde, aunque intenta desesperadamente no mostrar sus verdaderos sentimientos y respetar en todo momento la decisión de su amiga, incluso a expensas de irse destruyendo emocionalmente ella misma; odia la forma en que aquella se miente representando un teatro que está muy lejos de la realidad y desaprueba sus esfuerzos por fingir ante el resto del mundo que nada sucede pues considera ridículo y patético vivir en un mundo de ilusión que regala alternativa a la desgracia:

“No puedo seguir así -dije con voz aguda -. No soporto la falsedad. Me da asco. Al final acabaré perdiendo la cabeza.”

Helen no llega a entender en ningún momento -aunque lo soporta y tolera en Nicola- que el autoengaño es en ocasiones la única salida, el último esfuerzo y la última opción del ser humano para agarrarse a la vida, y que nadie tiene derecho a dar bofetadas de realidad a quien que no desea verla ni vivirla. A veces es necesario entender que la huida o la negación también son opciones válidas para evitar el sufrimiento, la angustia y la desesperación cuando no se tiene valor para asumir y aceptar lo inevitable.

La lucha interna de la protagonista es -en mi opinión- el aspecto más interesante de esta novela en la que con crudeza, pero no de forma trágica o sensiblera, incluso con algunos toques de humor en ocasiones, el lector se va involucrando en una historia que podría ser la suya propia. Poco tiene esta obra de ficción, de fantasía (además de las ya mencionadas coincidencias biográficas con la propia autora), poco hay de novelado en ella, quizá algunos detalles; relata una situación y muestra unas vivencias absolutamente reales que desencadenan sentimientos intensos, desgarradores y contradictorios:

“La miré allí, tendida en el sofá azul levantada, luchando por disimular el terror, y el corazón se me encogió de pena, amor y rabia”

No obstante, el verdadero sentido del libro va más allá de mostrar la conducta y emociones de los personajes en este trance: enfrentando a las protagonistas a una situación límite, profundiza en la naturaleza de ese sentimiento universal y humano que llamamos amistad, mostrando hasta qué punto este vínculo puede condicionar al hombre de tal modo que le obligue a traicionar sus principios y alterar su modo de vida; mientras, por otro lado, cuestiona el derecho que se atribuye un ser humano para exigir a otro determinados sacrificios que puedan afectar su propia integridad apelando a esa relación.
Es obvio que la esencia de la amistad consiste en adquirir el compromiso que constituye dicha esencia, pero es el límite del mismo el que esta obra trata de desvelar valiéndose de una situación extremadamente complicada en la que entran en juego factores físicos (de dependencia), emocionales, principios de vida, miedos ancestrales, convenciones sociales, problemas de conciencia...

Helen tendrá que decidir, y actuará según su propia elección, pero cada lector, obviamente, encontrará en esta historia una solución diferente a todos los interrogantes que su lectura genera.


martes, 31 de diciembre de 2013

El complejo arte de la traducción (II): la ética del traductor

Traducir no consiste solo en trasvasar contenido de una lengua a otra sino también en trasmitir el efecto que dicho contenido produce en el receptor, y además en mundos y culturas diferentes; es ahí donde radica su gran problema.
Las lenguas son vehículos de expresión de mundos reales muy distintos y, por ello, la búsqueda de equivalentes resulta muy compleja; y ciertos obstáculos se tornan insalvables cuanto más lejanas están ambas culturas entre sí. En algunos casos la distancia es tal que el traductor se ve en la obligación de intervenir de alguna manera, con mayor o menor acierto, para conseguir en sus lectores el mismo efecto, o al menos un efecto equivalente, al buscado por el autor para los suyos. El traductor es, así entendido, esencialmente un mediador entre interlocutores que no pueden establecer contacto directo por la barrera que impone el idioma y, en ese sentido, actúa como un canal de comunicación entre el productor del texto original y sus receptores en la lengua de destino, una vía que facilita y propicia la transferencia cultural:
“Los traductores median entre culturas (lo cual incluye las ideologías, los sistemas morales y las estructuras sociopolíticas) con el objetivo de vencer las dificultades que atraviesan el camino que lleva a la transferencia de significado. Lo que tiene valor como signo en una comunidad cultural puede estar desprovisto de significación en otra, y el traductor se encuentra inmejorablemente situado para identificar la disparidad y tratar de resolverla”. (Hatim y Mason, en Teoría de la traducción. Una aproximación al discurso).
La mediación (traducción) comprende un proceso complejo que abarca la interpretación-lectura y la paráfrasis, siendo el resultado la reformulación (conocida como traducción libre) de un texto original que se pone a la disposición de un grupo de usuarios al que no le es posible acceder al texto de manera directa. A diferencia del lector común, el traductor lee para producir, decodifica para volver a codificar con unos códigos diferentes pero la zona desde la que realiza esta tarea no es una zona virgen; como individuo está gobernado por esquemas interpretativos (reglas que rigen el grupo social al que se pertenece), por unos principios creativos específicos (probablemente más diferentes cuanto más distan las culturas entre las que se traduce), por concepciones distintas de cómo se ordena y dispone una realidad dada, por una tradición, por ideologías, creencias (sistemas de pensamiento) y, en resumen, por unos modelos ligados a una dinámica sociocultural determinada.
En este sentido, a todo traductor se le presupone cierta ética, según la cual ha de procurar captar y ser fiel (en la medida de lo posible) al propósito retórico general y a los valores discursivos presentes en el texto original; no obstante, dada la dificultad que entraña renegar de su propio ser, la única opción factible sería buscar el equilibrio entre las diferentes dimensiones (socioculturales, históricas, ideológicas…) y aproximarse lo más posible a la intención del autor del original, teniendo siempre presente que cualquier texto que trate de expresar otro, escrito en una lengua distinta, inevitablemente lleva emparejada cierta interpretación. Nunca se traduce sin más. Se traduce con una comunidad lectora particular en mente, a partir de una presuposición inicial de lo que significa traducir y en unas circunstancias que requieren adaptar esas directrices abstractas a las exigencias del momento (aparte de que pudieran existir otros objetivos ocultos).
Así pues, entre autor y receptor se abre un espacio intermedio que es ocupado por el traductor (que interpreta y reelabora) lo cual no está exento de polémica ya que implica la presencia de la subjetividad del traductor en todo texto traducido, subjetividad que puede implicar la manipulación del texto original de diferentes maneras con mayor o menor fidelidad a la intención y efectos originales. Este papel del traductor como intérprete se perfiló de forma nítida en los últimos decenios del siglo XX, acompañado de la idea del traductor, traidor (traduttore,tradittore) que manipula intencionadamente el mensaje y aprovecha, desde su situación de privilegio, la ocasión de dejar entrever su propio pensamiento o el de la empresa que ideológicamente lo patrocina y mantiene. En el fondo, incluso la propia elección de un determinado texto para traducir supone una carga intencional no desdeñable.
Para Borges “las traducciones que más se proponen ser fieles y literales son las que más traicionan al original”, y el mérito de la traducción reside en aquello que generalmente se condena y que no es otra cosa que lo que denomina la infidelidad creadora. Tradicionalmente se ha medido la traducción en términos de comparación con el original, y en esta operación la traducción siempre pierde pues el traductor no puede reproducir todos los aspectos lingüísticos, culturales e históricos que existen en el original. Pero la infidelidad creadora reescribe la obra en un contexto nuevo. El texto cambia desde el momento en que cambia la lengua, cambian las palabras, las circunstancias en las que se leen y la nueva cultura en la que se engranan. En este sentido, la traducción se presenta como un proceso de apropiación en el que siempre hay una pérdida pero también una transformación y el potencial de crear algo nuevo. Si no fuera posible alterar, no sería posible traducir.
Desde ese punto de vista la traducción tiene la misma importancia que el original (frente a la concepción tradicional según la cual la traducción siempre era secundaria al original y por tanto tenía menos valor) y cada nueva traducción supone una nueva obra en tanto que una nueva lectura. En este sentido, las versiones de un texto a lo largo de la historia o en diversas lenguas son para Borges “borradores de una obra a la que no puede darse nunca el carácter de definitiva”, llegando a afirmar que en algunos casos “el original es infiel a la traducción”. Para este escritor traducir es un modo de leer y leer es interpretar y construir un texto; por tanto, la traducción deja de ser una copia del original para pasar a ser ella misma una obra original, nueva y diferente. Las mejores traducciones, en su opinión, no son las que restituyen el significado o las palabras del original, sino las que están mejor escritas, las más agradables de leer. En definitiva, la traducción no se mide por su fidelidad o libertad con respecto al original, sino por su fidelidad a la cultura y a la lengua en la que se integra. “Traducir es una forma de crear cultura y de engrandecer una lengua, introduciendo en ella ecos de otras lenguas”.
De cualquier modo, ya desde comienzos del siglo XIX el problema de la traducción quedó indisolublemente unido al problema del diálogo entre culturas a partir de las consideraciones del filósofo y filólogo romántico Schleiermacher en cuya obra Sobre los diferentes métodos de traducir podíamos leer:
Friedrich Schleiermacher | Foto: Wikimedia
“¿Qué caminos puede emprender el verdadero traductor que quiere aproximar de verdad a estas dos personas tan separadas, su escritor original y su propio lector, y facilitar a este último, sin obligarle a salir del círculo de su lengua materna, el más exacto y completo entendimiento del primero? A mi juicio sólo hay dos. O bien el traductor deja al escritor lo más tranquilo posible y hace que el lector vaya a su encuentro; o bien deja lo más tranquilo posible al lector y hace que vaya a su encuentro el escritor”.
Así las cosas, y como conclusión, parece ser que el proceso de traducción supone, sin duda, una comprensión/lectura del original, que se produce desde una perspectiva y con unos receptores en mente; esta lectura además varía con cada época, con cada cultura y con cada traductor.
La comprensión de un original es un largo proceso que en rigor no termina nunca y cada nueva interpretación produce una nueva traducción, una nueva lectura y, en ese sentido, amplía al original, lo va completando. Una vez comprendido hay que pensarlo en otra lengua y eso es lo que supone la nueva magnitud del original. Cualquier idioma al que se intente traducir tiene otras formas de decir que es posible que no coincidan con las del idioma original. Y es a partir de esa posibilidad del idioma de traducción desde donde el texto original se va transformando hasta llegar a mostrar con una nueva forma lo dicho en el idioma original. Eso es posible porque se piensa en un idioma diferente y de esa manera la traducción contribuye a la comprensión plena del texto original. La traducción no es un vehículo para llegar al original sino que es un medio para comprenderlo. Al traducir comprendemos lo mismo que está comprendido en el idioma original pero lo comprendemos de otra forma. Se trata, en esencia, de las diferentes relaciones del hombre con el mundo que cada lengua expresa a su manera.
Traducir es entender en cada lengua relaciones con la realidad y usar el lenguaje, la lengua apropiada para plasmarla en cada una. En esa misma línea H.G. Gadamer en Verdad y método afirma que “la traducción no es una simple resurrección del original sino una recepción del texto condicionada por la comprensión de lo que se dice de él. Traducir no se limita a transcribir lo que le da origen sino que supone agregarle un suplemento, un añadido según la cultura que lo recibe”.
Puede parecer que todas estas teorías sobre la traducción libre son relativamente recientes y novedosas; sin embargo, nada más lejos de la realidad. Ya en el siglo I a.C., el gran Cicerón, primer defensor de este método, reconocido orador y traductor de escritores como Esquines y Demóstenes declaraba:
“Y no traduje como intérprete sino como orador, con la misma presentación de las ideas y de las figuras, si bien adaptándolas palabras a nuestras costumbres. […] No me fue preciso traducir palabra por palabra, sino que conservé el género entero de las palabras y la fuerza de las mismas. No consideré oportuno dárselas al lector en su número sino en su peso”.

domingo, 29 de diciembre de 2013

El complejo arte de la traducción (I): estética y sentido

De lo que yo compuse juzgará cada uno a su voluntad; de lo que es traducido, el que quisiere ser juez pruebe primero qué cosa es traducir poesías elegantes, de una lengua extraña a la suya, sin añadir ni quitar sentencia y guardar cuanto es posible las figuras de su original y su donaire, y hacer que hablen en castellano y no como extranjeras y advenedizas, sino como nacidas en él y naturales”. Fray Luis de León

Las palabras no sólo significan, también evocan”. Álex Grijelmo
Cada día nos acercamos a un sinfín de textos diferentes, ya sea para estudiarlos, como parte de nuestro trabajo, o con intención meramente lúdica; y un elevado porcentaje de ellos está constituido por traducciones. Conocemos perfectamente las obras de escritores rusos, daneses, japoneses, árabes, checos, polacos o turcos, y las hemos leído –sorprendentemente- sin entender una sola palabra de las lenguas en las que fueron escritas. Esto es posible gracias a las traducciones aunque rara vez nos planteamos en qué consiste esto que he denominado el difícil arte de la traducción.
¿De qué hablamos cuando hablamos de traducción? Todo el mundo sabe, o cree saber, lo que es traducir. Se trata aparentemente de algo obvio: pasar lo dicho en un idioma a otro idioma. Esto supone que se entiende perfectamente qué es lo que el original dice para después traspasarlo fielmente al idioma de la traducción. En principio, la fidelidad de este traspaso quedaría garantizada por la elección del término adecuado en la lengua de recepción.
Si se piensa que la única finalidad de la traducción es reproducir el original en un idioma diferente, ésta supondría únicamente una ayuda, un instrumento para ir al original (debido a la ignorancia del mismo) y la traducción sería tanto mejor cuanto menos tuviera que decir por su cuenta (el ideal sería nada), cuanto más dejara hablar solo al original. La traducción es pensada así como un trans-porte de algo (el texto) que ya estaría plenamente acabado en el original y podría ser trasportado sin mutación alguna al idioma de la traducción en la que se conforma un nuevo texto que expresaría exactamente lo mismo que el primero. Pero ¿es esto tan fácil? ¿es incluso fácil entender las palabras con sus matices y sentidos, con las insinuaciones que conllevan, aun en nuestra propia lengua?
Las expresiones del tipo una buena/mala traducción, que tan frecuentemente empleamos, presuponen la posibilidad de un modelo de traducción en relación al cual cualquier traducción puede ser calificada como buena o mala, cuestión que, en principio, dependerá de la mayor o menor preparación y destreza del traductor, es decir, de cuestiones tales como el conocimiento que posea de la lengua origen y de la de destino, de su habilidad para apreciar y plasmar en su nuevo texto las calidades estéticas del original o, incluso, del cuidado que ponga en no omitir por olvido alguna palabra o frase. Estos problemas al ser de índole práctica pueden subsanarse con una debida formación lingüística, literaria y estética. Pero, ¿se puede conseguir una buena traducción sólo con estas destrezas?
En principio, hay que tener en cuenta que además de estos problemas meramente lingüísticos a los que debe enfrentarse un traductor, existen otros muy importantes de tipo cultural que son bastante más complejos porque no se resuelven mirando un diccionario o una gramática sino que exigen recursos documentales y conocimientos culturales de las dos civilizaciones, la de producción y la de recepción. La cuestión fundamental será encontrar equivalentes que produzcan en el lector de la traducción el mismo efecto que el autor pretendía causar a los lectores a los que iba dirigido el texto original. Así pues, para realizar una buena traducción se necesitarían algunas destrezas prácticas o técnicas como, en primer lugar, poseer un amplio conocimiento lingüístico contrastivo en ambas lenguas (ser casi bilingüe) ya que en la elección correcta del término adecuado se basará no sólo la buena trasmisión de una lengua a otra sino también su estética; en segundo lugar, un conocimiento exacto del nivel cultural y del contexto en el que se produce el original, así como una gran habilidad para escribir en su propio idioma y para leer la lengua del autor; en tercer lugar, se requerirían ciertos conocimientos sobre el tema tratado en el texto para no caer en falsas interpretaciones.
Pero incluso cumpliendo estas condiciones la traducción presenta serios y complejos problemas pues no solo consiste en decir lo mismo con otras palabras sino que se trata de pensar en una lengua lo que se piensa en la otra y eso trasciende el mero hecho lingüístico para convertirse en una cuestión filosófica.
Teorías y debates
Los debates en torno a la traducción no son recientes; ya los encontramos en la antigüedad clásica en la que se formulaban sobre dos supuestos, a saber, traducir palabra por palabra, o traducir las ideas a cuyo servicio se pondrían las palabras y recursos de la lengua de destino. Por consiguiente, según esto, ante la traducción (definida como la sustitución de un texto de una lengua original por el equivalente en otra) cabrían dos posturas teóricas:
1.- La traducción literal, que intentaría reproducir el texto original palabra por palabra sin atender a otras cuestiones. Estos textos no serían traducciones sino más bien transcripciones y se basan en la creencia, errónea, de que existe una correspondencia exacta entre las lenguas, entre un objeto y la palabra que lo representa, entre lo que el lenguaje dice y lo que quiere decir.
2.- La traducción libre, que trataría de reproducir los efectos del original sin respetar la literalidad, pero manteniendo una cierta fidelidad intencional.
Antes de entrar en materia, conviene precisar que un texto no es una mera suma de palabras o frases sino el resultado de la combinación de fenómenos lingüísticos y extralingüísticos que conforman un entramado complejo en el que convergen múltiples factores, a los que habría que añadir la figura del traductor y su mundo (en el sentido más amplio: espacio-tiempo, tradición, creencias…).
En la actualidad se impone la idea de que la traducción lejos de ser una simple transformación lingüística es una negociación entre culturas, entre diversas mentalidades: una vía de tráfico intercultural. Traducir, en este sentido, no consistiría en trasmitir el texto o la cultura originales sino hacerlos llegar de una determinada manera y no de otra. Nunca se traduce sin más; es una labor que siempre se lleva a cabo desde y en un momento y una sociedad particulares, con un tipo de lector en mente, a partir de una disposición hacia la cultura y el texto original, contextualizados y concretos, y con una intención y unas miras determinadas. La traducción no se produce en el vacío; está en el mundo y, de hecho, se le exige que responda ante él.
Tradicionalmente, los estudiosos del fenómeno de la traducción se han centrado en dos cuestiones esenciales: en primer lugar, el interrogante sobre si realmente es posible o no traducir un texto; en segundo lugar, -admitiendo que fuera posible- en cuál sería el método idóneo para hacerlo o, lo que es lo mismo, explicar en qué consiste traducir.
Ortega, en Miseria y esplendor de la traducción, manifiesta su opinión al respecto al afirmar que “traducir es algo que sencillamente el ser humano no puede hacer”, y defiende que es una utopía aunque reconoce que puede haber un acercamiento mayor o menor entre el texto origen y el de destino; será mayor en ciertos discursos como los de las ciencias naturales y exactas, y menor en otros como, por ejemplo, la literatura en la que la tarea se complica en extremo al añadir la dificultad de la forma, la voluntad de estilo (pensemos en el hecho de traducir un texto poético manteniendo el ritmo o la rima que han sido creados a partir de unos elementos lingüísticos determinados y muy concretos de la lengua original que pueden no tener correlato exacto en la de destino).
En los textos científicos, el hombre se traduce a sí mismo de una lengua a una terminología, no es una lengua natural, aquella ha salido de ésta y ésta, en su segunda traducción, no tiene detrás una tradición o estructuras de pensamiento y creencias. La traducción de textos técnicos, por ejemplo, es relativamente sencilla ya que la lengua empleada es, en gran medida, artificial, ha sido pactada y acordada, tanto en el léxico como en las reglas de uso; es una lengua muy alejada del lenguaje natural y, en ese sentido, está desprovista de ambigüedades, metáforas, vacilaciones semánticas, imprecisiones y no se somete a los avatares a los que lo está cualquier lenguaje natural. En este sentido debemos reconocer, con Ortega, que hay más facilidad para traducir unos textos que otros, y que en los casos en los que la identidad de términos y significados es imposible solo cabe la versión, una aproximación mayor o menor al original que, por otro lado, abre ante el esfuerzo del traductor una actuación sin límites.
Por otro lado, procede en este momento cuestionarnos qué entendemos por texto original pues el lenguaje mismo, en su esencia, es ya una traducción: primero, porque representa el mundo no verbal, la realidad; y después, porque cada signo y cada frase son la traducción de otro signo y otra frase. Este razonamiento puede ser invertido sin perder validez: todos los textos son originales porque cada traducción es distinta, cada traducción es una invención y en ese sentido constituye un texto único.
El poeta cuando escribe está traduciendo, tratando de hacer transparente una experiencia vital no lingüística, a través de metáforas, y así la poesía supone una nueva forma de entender la realidad: “Todo es traducción”, señala Octavio Paz; y es que la traducción subyace en toda comunicación humana; el puro lenguaje, el lenguaje natural, ya supone una traducción del mundo que aparece desde la infancia cuando un niño pregunta a su madre por el significado de los términos que no entiende en su lengua. “La traducción -sostiene Paz- es el estado natural del hombre”.
Así las cosas, si se acepta la tesis de la relación entre la lengua y la visión del mundo, defendida por prestigiosos filósofos del lenguaje como Humboldt, Sapir o Wolrf, traducir sería una tarea condenada al fracaso de antemano, justamente porque tanto la lengua original como la de destino reflejan visiones del mundo diferentes y difícilmente reconciliables entre sí.
La teoría de Humboldt, acerca de las diferentes visiones del mundo en las distintas comunidades lingüísticas, suscitó en su día una larga y espinosa polémica con respecto a la traducibilidad de las lenguas. La cuestión podría enunciarse así: si un texto está escrito en una lengua que es el producto de la visión del mundo del pueblo que la habla y al mismo tiempo condiciona el pensamiento del que la utiliza, ¿cómo será posible traducirlo a otra lengua que es el producto y el condicionante de otra visión del mundo? Consecuentemente, Humboldt no cree en la traducibilidad absoluta pero sí, al igual que Ortega, en aproximaciones y en la posibilidad de enriquecer una lengua y ampliar una visión del mundo a través de la propia traducción. Es utópico pensar que dos vocablos pertenecientes a dos idiomas diferentes (que el diccionario presenta como traducción el uno del otro) se refieran exactamente a los mismos objetos. Como declarará Ortega:
“formadas las lenguas en paisajes diferentes y en vista de experiencias distintas, es natural su diferencia. No sólo hablamos en una lengua determinada sino que pensamos deslizándonos intelectualmente por carriles preestablecidos a los cuales nos adscribe nuestro destino verbal. Cada lengua impone un determinado cuadro de categorías, de rutas mentales y algunas, con el tiempo, dejan de tener vigencia por lo que el lenguaje entonces es sólo una forma de hablar que no refleja esa realidad en la que se conformó”.
No obstante, lo cierto es que traducimos y leemos traducciones; si bien, la cuestión estriba en determinar de qué hablemos cuando hablemos de traducción; se trata de aclarar en qué consiste -en palabras de Ortega- el esplendor de la traducción.

viernes, 7 de junio de 2013

Crónica del desamparo: “Intemperie”, de Jesús Carrasco

Si existe un instinto consustancial, primitivo y arraigado en el ser humano, compartido con cualquier otra especie animal, es el de supervivencia; todos los demás se reducen a este: supervivencia de la especie, de la descendencia o de sí mismo. Cualquier niño, sin adiestramiento previo, luchará con todas sus fuerzas por salvaguardar su vida. En ellos es instintivo; en los adultos, además, aprendido.
Agazapado en un pequeño nicho que él mismo ha fabricado, cubierto por matojos secos y oculto a la vista, se esconde un niño. Asistimos a su agonía y a su miedo mientras el tiempo transcurre lentamente, oyéndose a lo lejos las voces de la partida que lo busca. Podemos sentir su angustia. Los hombres se acercan y el niño contiene la respiración; pasan las horas y arrebujado entre la tierra mojada por su propia orina se queda dormido. Cuando despierta, el peligro ha pasado. Con el pequeño cuerpecito entumecido abandona desorientado su escondrijo. Ante él solo silencio y una yerma extensión sin final, una meseta interminable sin lugar alguno para refugiarse.
Con esta agónica situación comienza Intemperie, ópera prima de Jesús Carrasco, en la que el lector es testigo de la huida de un niño del que desconocemos todo, salvo que se trata de una criatura, por la descripción del tamaño del agujero en el que se haya oculto, e incluso nos es ajeno el motivo que lo ha llevado a abandonar el hogar paterno. Así pues, el desencadenante de la trama es ignorado -pero sospechado- y se va perfilando conforme avanzan los acontecimientos, a través de los recuerdos del pequeño. Estos recuerdos, en voz del narrador,  sirven de vehículo no solo para desvelar el origen de la angustia que atormenta al niño sino también para recomponer su historia pasada, los lugares y personas que hasta ese momento habían conformado su pequeño mundo.
Guiado por el viejo y sostenido por el asno, se abandonó a los recuerdos del lugar del que procedía. Su pueblo, levantado sobre el fondo de una rambla chata…”.
Estas evocaciones nos revelarán que la vida hasta entonces había transcurrido, junto a su padre, en un pequeño pueblo semiabandonado -como todos- a causa de la pertinaz sequía que durante años ha arrasado la zona. La mayor parte de la población se ha visto obligada a emigrar y los que han permanecido en ella sufren el contagio de lo extremo del paisaje, un pedregal inmenso, una desértica llanura en la que impera la ley del más fuerte y la vida no tiene ningún valor; donde un padre puede maltratar y matar impunemente e incluso  vender  un hijo al mejor postor a cambio, tal vez, de algún favor.
Las noticias sobre la vida anterior del niño así como la causa de su huida, que el narrador, en un goteo continuo, nos va ofreciendo, son al principio subliminales, al igual que los escasísimos datos que se nos ofrecen sobre el resto de circunstancias que rodean la escena inicial:
Ni las horas bajo tierra, ni la orina del maestro empastándole el pelo, ni el hambre, que por primera vez le espoleaba, le resultaron suficientes para decaer en su empeño porque aún le mordía el estómago la flor negra de la familia”.
El propio autor, en una entrevista concedida al diario ABC, declaraba sobre el particular que, en su opinión, la evocación o la sugerencia producen más efecto que lo explícito y que “la imagen incompleta provoca en el receptor una especie de impulso que tiende a completar lo inacabado”. El lector se ve obligado por tanto a imaginar, a leer entre líneas; a pesar de ello, estas veladas alusiones poco a poco se van transformando en información evidente, las metáforas desaparecen para dejar paso a la realidad y el lenguaje figurado deja el camino libre a la expresión directa y descarnada:
Metió la cabeza en el cuarto negro y, sin distinguir nada, sintió el peso de lo que en aquel lugar había sucedido. Una densidad de sacristía vieja, donde los ropajes ceremoniales habían sido hilados en el comienzo mismo de los tiempos y donde las paredes habían absorbido, durante siglos, los gritos de monaguillo, huérfanos y expósitos. El dolor y la caridad. La muerte arrumbada. La podredumbre abriéndose paso entre pecados inenarrables”.
Porque no cabe duda de que si hay algo en esta novela que destaque sobre el conjunto de la obra es la violencia que emana de sus páginas; a veces mitigada, a veces feroz: violencia en el propio lenguaje crudo y directo, violencia de una naturaleza hostil, violencia del hombre sobre el animal para sobrevivir y, finalmente, violencia de este sobre el propio ser humano.

La muerte acecha tras cada rincón y constituye a su vez el último recurso para la supervivencia. Matar o morir es la terrible situación a la que se ven expuestos los desheredados, los miserables, ya sean adultos o infantes; seres que, vapuleados y hostigados por las circunstancias, y reducidos a meros componentes del propio paisaje, son capaces, no obstante, de salvaguardar no solo la vida sino algo mucho más importante: la dignidad. Y es esa dignidad la que los salva.
En la devastada planicie impera “la ley del llano”, solo sobreviven los más fuertes, y esta es la primera lección que debe aprender un niño desvalido. La fuga, en este sentido, supondrá para él una suerte de viaje iniciático, un viaje sin retorno, en el que el viejo cabrero enfermo que se cruza en su camino, único compañero de viaje, le ofrecerá lo más similar al afecto que el pequeño haya experimentado en su corta existencia. Este personaje, solitario y huraño, se convertirá en una especie de figura paterna, de guía en su aprendizaje, que no solo lo instruirá en los rudimentos básicos frente al hambre o la sed sino también, y más importante, le mostrará cómo luchar contra la adversidad, cómo reconocer a los enemigos y cómo vencer a la naturaleza adaptándose a ella. Aun más, limpiará de piedras el camino para facilitarle la esperanza de un futuro.
Ya desde la portada, antes de comenzar la lectura, el autor pone al lector en antecedentes: Intemperie; los protagonistas son seres marginados en lucha continua con el entorno, humano o natural, en el que les ha tocado vivir y que les exige adaptarse o morir, sin posibilidad alguna de resguardarse de las inclemencias. Intemperie significa “sin refugio”, pero también significa “desamparo”. Estas son las dos palabras que definen la situación en la que se mueven los protagonistas. Es el desamparo lo que impulsa al pequeño a escapar y lanzarse a una aventura incierta sin plan previo a largo plazo, sin la necesaria previsión de un lugar donde cobijarse o donde encontrar comida, aunque pese a ello será capaz de hallar -quizá fruto de la casualidad-  en esta naturaleza adversa y agresiva un refugio que le ofrezca protección: desde el pequeño agujero en el suelo que le sirve de escondite en un principio, o el abrigo de los muros en ruinas de casas abandonadas, hasta el cuerpo maloliente de un cabrero cuyo calor le trasmite la anhelada sensación de protección y al que acaba por acercarse de manera inconsciente:
A pesar de haberse echado a un par de metros del pastor, a la mañana siguiente el chico se despertó pegado al cuerpo quieto del viejo. La ininterrumpida claridad del llano le abrió los ojos y lo primero que sintió fue el apestoso halo de podredumbre que rodeaba al hombre, tan intenso como el suyo propio, pero menos conocido”.
Desde el primer momento, el viejo, parco en palabras, áspero, brusco y distante en el gesto, le ofrecerá la protección de su persona, un cuerpo gastado por la edad y no demasiado recio, pero que, aun debilitado por la enfermedad y la dureza de la vida, se convertirá, sin pretenderlo,  en un referente para la criatura, en la estrella polar -la misma que contemplan en las noches sin luna tumbados al raso- que guiará su camino hasta que se considere preparado para emprenderlo en soledad. La relación que desde el primer momento se establece entre el niño y el cabrero es extraña y especial, incluso la palabra relación parece excesiva pues más bien se trata simplemente de la coincidencia en el espacio de dos desconocidos que se hacen compañía, que dejan pasar el tiempo uno cerca del otro, sin más: el niño mira, observa a cierta distancia los torpes pero al mismo tiempo certeros movimientos del pastor, recibe órdenes y las cumple. No mantienen una conversación, no hay palabras, ni miradas.
-Chico.
La voz del pastor lo sacó de la sima en que se hallaba y, de manera inconsciente, giró su cabeza hacia el hombre. Allí encontró al viejo detenido en su maniobra, mirándole a la cara por primera vez. (…) La mirada del anciano lo penetró y, en ese instante, se recondujo la forma en que se habían relacionado hasta el momento”.
Efectivamente, es a partir de ese momento cuando comienza el verdadero viaje, el auténtico aprendizaje; ambos personajes se sitúan en su papel tomando consciencia de su responsabilidad respecto al otro, y aunque continúa escaseando la comunicación, especialmente la verbal, se establece entre ambos un nexo íntimo, imperceptible pero sólido. Apenas intercambian escuetas frases desmigajadas, pero los gestos, especialmente los del viejo, serán mucho más elocuentes y más efectivos. Transcurrirá de este modo un lento peregrinaje a través de la árida meseta, sorteando obstáculos de todo tipo, que librará finalmente al chico de las ataduras del pasado y lo conducirá hacia la libertad. En este sentido es el miedo el mayor obstáculo que se verá obligado a superar, un terror atroz a los adultos, cuyo mero recuerdo produce un efecto devastador en él, el mal encarnado en la figura del alguacil, personaje  que cierra el eje triangular de la historia y que es el contrapunto maniqueo del cabrero:
Entonces pensó en su padre. (…) Lo vio, como tantas veces, fingiendo desamparo. Tratando de hacer creer  a todos que, seguramente, el chico, mientras corría tras algún perdigón , había caído en un pozo ciego. Que la desgracia se cebaba una vez más con su familia. (…) Meneó la cabeza entre las rodillas como si así fuera a sacudirse esos pensamientos. La estampa de su padre, solícito y servil, volvió a su mente en compañía del alguacil. Una escena que, como ninguna otra, provocaba en su cuerpo desórdenes de todo tipo”.
Al igual que sucede con el niño y el pastor, es un personaje sin nombre ni rostro, descrito, al igual que los otros, esencialmente a través de sus actos. Tampoco aparecen en el libro, por otro lado, referencias al espacio o al tiempo; el lugar y el momento son imprecisos y por ello atemporales, en parte porque lo que se trata de mostrar es la naturaleza misma de los instintos, la primacía de la barbarie sobre la razón o la ética, la violencia y mezquindad que provoca la miseria, el abuso del poder frente a los desvalidos, frente a los desamparados, la indefensión de los más débiles y, al fin, la inocencia de la infancia pese a la adversidad: no es el niño quien se manchará las manos de sangre, aunque, si lo hubiera hecho, quedaría sobradamente justificado; su figura recuerda, en este sentido, las palabras de la novela de Cela: “Yo, señor, no soy malo aunque no me faltarían motivos para serlo”.
Inmerso en un mundo de injusticias, abusos, violencia, barbarie, y miseria, en el que se ve obligado a madurar con rapidez, viviendo situaciones a las que ningún niño debería enfrentarse, y pese a que concluye el relato en la misma situación de soledad y desamparo, la experiencia del camino transformará al niño en un individuo mucho más fuerte, y la bondad del desconocido le brindará una opción válida de futuro. El deseo de valentía y fuerza para luchar contra el infortunio se muestra ya en la génesis misma  de la huida:
Como mucho daría la vuelta al mundo para toparse de nuevo con el pueblo. Entonces ya daría igual. Sus puños serían duros como la roca. Habría vagado casi eternamente y, aunque no hubiera encontrado a nadie, habría aprendido de sí y de la Tierra lo suficiente como para que el alguacil no pudiera someterle más. Se preguntó si sería capaz de perdonar en esas circunstancias”.
A caballo entre El camino, novela con la que algunos críticos la han relacionado, y el tremendismo más salvaje de La familia de Pascual Duarte, se sitúa la obra de Jesús Carrasco. Con la primera comparte ciertamente bastantes elementos: el protagonista -un niño de corta edad-, el ambiente de la España rural de la posguerra (que aunque alejado de la pequeña aldea norteña recrea el marco de la Castilla rural de otras obras de Delibes) en la que asistimos a la identificación de los protagonistas con el propio paisaje con el que incluso llegan a fundirse; los temas principales sobre los que gira la trama -la infancia, la naturaleza y la muerte-, o la necesidad de abandonar el hogar paterno, que si bien en la novela de Delibes se debe al empuje de un padre que desea el bienestar y el progreso de su hijo,  en Intemperie, es el niño el que abandona el hogar por propia iniciativa impulsado por el miedo a la autoridad de un padre indeseable.
Por otro lado, las similitudes con la obra de Cela y la corriente tremendista son también evidentes: la crudeza en la presentación del relato y los acontecimientos, la recurrencia de situaciones violentas de todo tipo, el lenguaje duro y descarnado, la presencia de personajes marginados (los propios protagonistas), con taras físicas (el tullido con las piernas amputadas que se desliza a ras del suelo sobre una especie de carrito empujándose con las manos como un animal) y criminales (“el Colorao”, un facineroso sin moral, a las órdenes del alguacil para los trabajos sucios) o las abundantes descripciones de paisajes -más escasas en el caso de los propios personajes- y en las que predomina la suciedad, la podredumbre y lo escatológico en general.
Pero existen además otras influencias literarias bastante obvias como, por ejemplo, las relaciones que mantiene con la novela picaresca del XVI, y me refiero, en concreto, al protagonista Lázaro de Tormes con el que presenta bastantes similitudes: ambos niños, ambos míseros, ambos desamparados y solos, en lucha constante por sobrevivir, siempre enfrentados a un destino adverso en un mundo que les ofrece múltiples oportunidades para convertirse en individuos violentos, ruines o perversos, pero al que logran vencer manteniendo su inocencia; de ahí el sentimiento de ternura que ambos provocan en el lector.
En cualquier caso, pese a que el relato nos coloca continuamente frente a situaciones incómodas, desagradables e incluso repugnantes -maltrato, pederastia, abuso de poder, violencia, hambre o miseria- no provoca rechazo sino, muy al contrario, su lectura engancha y emociona, lo que sin duda se debe a la excepcional sutileza con la que el autor se acerca a estos temas y el magistral uso del lenguaje empleado, preciso, cuidado, y elegante, aunque duro y directo al mismo tiempo, intercalando con soberbia factura la delicadeza de la voz con la expresión llana y directa.
Le embelesó el aroma dulzón de los higos ausentes y, sin ser consciente, alguna parte de él se meció en un recuerdo agradable. Quizá una tarde de verano jugando bajo la higuera de la estación del ferrocarril, en un momento todavía inmaculado”.
Jesús Carrasco, con Intemperie, ha aportado a la narrativa española actual una obra excepcional, destinada a ser un clásico -como algún crítico ha señalado- que llegó a nuestro país avalada por el enorme éxito cosechado previamente en Europa. Cuando algo así sucede, especialmente con una ópera prima y un escritor desconocido, las críticas y los elogios surgen en igual medida. Se le ha reprochado, principalmente, el lenguaje engolado, arcaico y forzado, con una excesiva presencia de términos rurales en desuso y, por tanto, desconocidos para el lector. Sin embargo, se trata de una obra conmovedora, narrada con una prosa excepcional y cargada de un lirismo que se transmite desde las primeras páginas, de factura perfecta y calidad literaria indiscutible.
Si existe un instinto consustancial, primitivo y arraigado en el ser humano, compartido con cualquier otra especie animal, es el de supervivencia; todos los demás se reducen a este: supervivencia de la especie, de la descendencia o de sí mismo. Cualquier niño, sin adiestramiento previo, luchará con todas sus fuerzas por salvaguardar su vida. En ellos es instintivo; en los adultos, además, aprendido.
Agazapado en un pequeño nicho que él mismo ha fabricado, cubierto por matojos secos y oculto a la vista, se esconde un niño. Asistimos a su agonía y a su miedo mientras el tiempo transcurre lentamente, oyéndose a lo lejos las voces de la partida que lo busca. Podemos sentir su angustia. Los hombres se acercan y el niño contiene la respiración; pasan las horas y arrebujado entre la tierra mojada por su propia orina se queda dormido. Cuando despierta, el peligro ha pasado. Con el pequeño cuerpecito entumecido abandona desorientado su escondrijo. Ante él solo silencio y una yerma extensión sin final, una meseta interminable sin lugar alguno para refugiarse.
Con esta agónica situación comienza Intemperie, ópera prima de Jesús Carrasco, en la que el lector es testigo de la huida de un niño del que desconocemos todo, salvo que se trata de una criatura, por la descripción del tamaño del agujero en el que se haya oculto, e incluso nos es ajeno el motivo que lo ha llevado a abandonar el hogar paterno. Así pues, el desencadenante de la trama es ignorado -pero sospechado- y se va perfilando conforme avanzan los acontecimientos, a través de los recuerdos del pequeño. Estos recuerdos, en voz del narrador,  sirven de vehículo no solo para desvelar el origen de la angustia que atormenta al niño sino también para recomponer su historia pasada, los lugares y personas que hasta ese momento habían conformado su pequeño mundo.
Guiado por el viejo y sostenido por el asno, se abandonó a los recuerdos del lugar del que procedía. Su pueblo, levantado sobre el fondo de una rambla chata…”.
Estas evocaciones nos revelarán que la vida hasta entonces había transcurrido, junto a su padre, en un pequeño pueblo semiabandonado -como todos- a causa de la pertinaz sequía que durante años ha arrasado la zona. La mayor parte de la población se ha visto obligada a emigrar y los que han permanecido en ella sufren el contagio de lo extremo del paisaje, un pedregal inmenso, una desértica llanura en la que impera la ley del más fuerte y la vida no tiene ningún valor; donde un padre puede maltratar y matar impunemente e incluso  vender  un hijo al mejor postor a cambio, tal vez, de algún favor.
Las noticias sobre la vida anterior del niño así como la causa de su huida, que el narrador, en un goteo continuo, nos va ofreciendo, son al principio subliminales, al igual que los escasísimos datos que se nos ofrecen sobre el resto de circunstancias que rodean la escena inicial:
Ni las horas bajo tierra, ni la orina del maestro empastándole el pelo, ni el hambre, que por primera vez le espoleaba, le resultaron suficientes para decaer en su empeño porque aún le mordía el estómago la flor negra de la familia”.
El propio autor, en una entrevista concedida al diario ABC, declaraba sobre el particular que, en su opinión, la evocación o la sugerencia producen más efecto que lo explícito y que “la imagen incompleta provoca en el receptor una especie de impulso que tiende a completar lo inacabado”. El lector se ve obligado por tanto a imaginar, a leer entre líneas; a pesar de ello, estas veladas alusiones poco a poco se van transformando en información evidente, las metáforas desaparecen para dejar paso a la realidad y el lenguaje figurado deja el camino libre a la expresión directa y descarnada:
Metió la cabeza en el cuarto negro y, sin distinguir nada, sintió el peso de lo que en aquel lugar había sucedido. Una densidad de sacristía vieja, donde los ropajes ceremoniales habían sido hilados en el comienzo mismo de los tiempos y donde las paredes habían absorbido, durante siglos, los gritos de monaguillo, huérfanos y expósitos. El dolor y la caridad. La muerte arrumbada. La podredumbre abriéndose paso entre pecados inenarrables”.
Porque no cabe duda de que si hay algo en esta novela que destaque sobre el conjunto de la obra es la violencia que emana de sus páginas; a veces mitigada, a veces feroz: violencia en el propio lenguaje crudo y directo, violencia de una naturaleza hostil, violencia del hombre sobre el animal para sobrevivir y, finalmente, violencia de este sobre el propio ser humano.

La muerte acecha tras cada rincón y constituye a su vez el último recurso para la supervivencia. Matar o morir es la terrible situación a la que se ven expuestos los desheredados, los miserables, ya sean adultos o infantes; seres que, vapuleados y hostigados por las circunstancias, y reducidos a meros componentes del propio paisaje, son capaces, no obstante, de salvaguardar no solo la vida sino algo mucho más importante: la dignidad. Y es esa dignidad la que los salva.
En la devastada planicie impera “la ley del llano”, solo sobreviven los más fuertes, y esta es la primera lección que debe aprender un niño desvalido. La fuga, en este sentido, supondrá para él una suerte de viaje iniciático, un viaje sin retorno, en el que el viejo cabrero enfermo que se cruza en su camino, único compañero de viaje, le ofrecerá lo más similar al afecto que el pequeño haya experimentado en su corta existencia. Este personaje, solitario y huraño, se convertirá en una especie de figura paterna, de guía en su aprendizaje, que no solo lo instruirá en los rudimentos básicos frente al hambre o la sed sino también, y más importante, le mostrará cómo luchar contra la adversidad, cómo reconocer a los enemigos y cómo vencer a la naturaleza adaptándose a ella. Aun más, limpiará de piedras el camino para facilitarle la esperanza de un futuro.
Ya desde la portada, antes de comenzar la lectura, el autor pone al lector en antecedentes: Intemperie; los protagonistas son seres marginados en lucha continua con el entorno, humano o natural, en el que les ha tocado vivir y que les exige adaptarse o morir, sin posibilidad alguna de resguardarse de las inclemencias. Intemperie significa “sin refugio”, pero también significa “desamparo”. Estas son las dos palabras que definen la situación en la que se mueven los protagonistas. Es el desamparo lo que impulsa al pequeño a escapar y lanzarse a una aventura incierta sin plan previo a largo plazo, sin la necesaria previsión de un lugar donde cobijarse o donde encontrar comida, aunque pese a ello será capaz de hallar -quizá fruto de la casualidad-  en esta naturaleza adversa y agresiva un refugio que le ofrezca protección: desde el pequeño agujero en el suelo que le sirve de escondite en un principio, o el abrigo de los muros en ruinas de casas abandonadas, hasta el cuerpo maloliente de un cabrero cuyo calor le trasmite la anhelada sensación de protección y al que acaba por acercarse de manera inconsciente:
A pesar de haberse echado a un par de metros del pastor, a la mañana siguiente el chico se despertó pegado al cuerpo quieto del viejo. La ininterrumpida claridad del llano le abrió los ojos y lo primero que sintió fue el apestoso halo de podredumbre que rodeaba al hombre, tan intenso como el suyo propio, pero menos conocido”.
Desde el primer momento, el viejo, parco en palabras, áspero, brusco y distante en el gesto, le ofrecerá la protección de su persona, un cuerpo gastado por la edad y no demasiado recio, pero que, aun debilitado por la enfermedad y la dureza de la vida, se convertirá, sin pretenderlo,  en un referente para la criatura, en la estrella polar -la misma que contemplan en las noches sin luna tumbados al raso- que guiará su camino hasta que se considere preparado para emprenderlo en soledad. La relación que desde el primer momento se establece entre el niño y el cabrero es extraña y especial, incluso la palabra relación parece excesiva pues más bien se trata simplemente de la coincidencia en el espacio de dos desconocidos que se hacen compañía, que dejan pasar el tiempo uno cerca del otro, sin más: el niño mira, observa a cierta distancia los torpes pero al mismo tiempo certeros movimientos del pastor, recibe órdenes y las cumple. No mantienen una conversación, no hay palabras, ni miradas.
-Chico.
La voz del pastor lo sacó de la sima en que se hallaba y, de manera inconsciente, giró su cabeza hacia el hombre. Allí encontró al viejo detenido en su maniobra, mirándole a la cara por primera vez. (…) La mirada del anciano lo penetró y, en ese instante, se recondujo la forma en que se habían relacionado hasta el momento”.
Efectivamente, es a partir de ese momento cuando comienza el verdadero viaje, el auténtico aprendizaje; ambos personajes se sitúan en su papel tomando consciencia de su responsabilidad respecto al otro, y aunque continúa escaseando la comunicación, especialmente la verbal, se establece entre ambos un nexo íntimo, imperceptible pero sólido. Apenas intercambian escuetas frases desmigajadas, pero los gestos, especialmente los del viejo, serán mucho más elocuentes y más efectivos. Transcurrirá de este modo un lento peregrinaje a través de la árida meseta, sorteando obstáculos de todo tipo, que librará finalmente al chico de las ataduras del pasado y lo conducirá hacia la libertad. En este sentido es el miedo el mayor obstáculo que se verá obligado a superar, un terror atroz a los adultos, cuyo mero recuerdo produce un efecto devastador en él, el mal encarnado en la figura del alguacil, personaje  que cierra el eje triangular de la historia y que es el contrapunto maniqueo del cabrero:
Entonces pensó en su padre. (…) Lo vio, como tantas veces, fingiendo desamparo. Tratando de hacer creer  a todos que, seguramente, el chico, mientras corría tras algún perdigón , había caído en un pozo ciego. Que la desgracia se cebaba una vez más con su familia. (…) Meneó la cabeza entre las rodillas como si así fuera a sacudirse esos pensamientos. La estampa de su padre, solícito y servil, volvió a su mente en compañía del alguacil. Una escena que, como ninguna otra, provocaba en su cuerpo desórdenes de todo tipo”.
Al igual que sucede con el niño y el pastor, es un personaje sin nombre ni rostro, descrito, al igual que los otros, esencialmente a través de sus actos. Tampoco aparecen en el libro, por otro lado, referencias al espacio o al tiempo; el lugar y el momento son imprecisos y por ello atemporales, en parte porque lo que se trata de mostrar es la naturaleza misma de los instintos, la primacía de la barbarie sobre la razón o la ética, la violencia y mezquindad que provoca la miseria, el abuso del poder frente a los desvalidos, frente a los desamparados, la indefensión de los más débiles y, al fin, la inocencia de la infancia pese a la adversidad: no es el niño quien se manchará las manos de sangre, aunque, si lo hubiera hecho, quedaría sobradamente justificado; su figura recuerda, en este sentido, las palabras de la novela de Cela: “Yo, señor, no soy malo aunque no me faltarían motivos para serlo”.
Inmerso en un mundo de injusticias, abusos, violencia, barbarie, y miseria, en el que se ve obligado a madurar con rapidez, viviendo situaciones a las que ningún niño debería enfrentarse, y pese a que concluye el relato en la misma situación de soledad y desamparo, la experiencia del camino transformará al niño en un individuo mucho más fuerte, y la bondad del desconocido le brindará una opción válida de futuro. El deseo de valentía y fuerza para luchar contra el infortunio se muestra ya en la génesis misma  de la huida:
Como mucho daría la vuelta al mundo para toparse de nuevo con el pueblo. Entonces ya daría igual. Sus puños serían duros como la roca. Habría vagado casi eternamente y, aunque no hubiera encontrado a nadie, habría aprendido de sí y de la Tierra lo suficiente como para que el alguacil no pudiera someterle más. Se preguntó si sería capaz de perdonar en esas circunstancias”.
A caballo entre El camino, novela con la que algunos críticos la han relacionado, y el tremendismo más salvaje de La familia de Pascual Duarte, se sitúa la obra de Jesús Carrasco. Con la primera comparte ciertamente bastantes elementos: el protagonista -un niño de corta edad-, el ambiente de la España rural de la posguerra (que aunque alejado de la pequeña aldea norteña recrea el marco de la Castilla rural de otras obras de Delibes) en la que asistimos a la identificación de los protagonistas con el propio paisaje con el que incluso llegan a fundirse; los temas principales sobre los que gira la trama -la infancia, la naturaleza y la muerte-, o la necesidad de abandonar el hogar paterno, que si bien en la novela de Delibes se debe al empuje de un padre que desea el bienestar y el progreso de su hijo,  en Intemperie, es el niño el que abandona el hogar por propia iniciativa impulsado por el miedo a la autoridad de un padre indeseable.
Por otro lado, las similitudes con la obra de Cela y la corriente tremendista son también evidentes: la crudeza en la presentación del relato y los acontecimientos, la recurrencia de situaciones violentas de todo tipo, el lenguaje duro y descarnado, la presencia de personajes marginados (los propios protagonistas), con taras físicas (el tullido con las piernas amputadas que se desliza a ras del suelo sobre una especie de carrito empujándose con las manos como un animal) y criminales (“el Colorao”, un facineroso sin moral, a las órdenes del alguacil para los trabajos sucios) o las abundantes descripciones de paisajes -más escasas en el caso de los propios personajes- y en las que predomina la suciedad, la podredumbre y lo escatológico en general.
Pero existen además otras influencias literarias bastante obvias como, por ejemplo, las relaciones que mantiene con la novela picaresca del XVI, y me refiero, en concreto, al protagonista Lázaro de Tormes con el que presenta bastantes similitudes: ambos niños, ambos míseros, ambos desamparados y solos, en lucha constante por sobrevivir, siempre enfrentados a un destino adverso en un mundo que les ofrece múltiples oportunidades para convertirse en individuos violentos, ruines o perversos, pero al que logran vencer manteniendo su inocencia; de ahí el sentimiento de ternura que ambos provocan en el lector.
En cualquier caso, pese a que el relato nos coloca continuamente frente a situaciones incómodas, desagradables e incluso repugnantes -maltrato, pederastia, abuso de poder, violencia, hambre o miseria- no provoca rechazo sino, muy al contrario, su lectura engancha y emociona, lo que sin duda se debe a la excepcional sutileza con la que el autor se acerca a estos temas y el magistral uso del lenguaje empleado, preciso, cuidado, y elegante, aunque duro y directo al mismo tiempo, intercalando con soberbia factura la delicadeza de la voz con la expresión llana y directa.
Le embelesó el aroma dulzón de los higos ausentes y, sin ser consciente, alguna parte de él se meció en un recuerdo agradable. Quizá una tarde de verano jugando bajo la higuera de la estación del ferrocarril, en un momento todavía inmaculado”.
Jesús Carrasco, con Intemperie, ha aportado a la narrativa española actual una obra excepcional, destinada a ser un clásico -como algún crítico ha señalado- que llegó a nuestro país avalada por el enorme éxito cosechado previamente en Europa. Cuando algo así sucede, especialmente con una ópera prima y un escritor desconocido, las críticas y los elogios surgen en igual medida. Se le ha reprochado, principalmente, el lenguaje engolado, arcaico y forzado, con una excesiva presencia de términos rurales en desuso y, por tanto, desconocidos para el lector. Sin embargo, se trata de una obra conmovedora, narrada con una prosa excepcional y cargada de un lirismo que se transmite desde las primeras páginas, de factura perfecta y calidad literaria indiscutible.

martes, 23 de abril de 2013

José Luis Sampedro, siempre vivo

José Luis Sampedro (foto: mcu.es)Se habla mucho del derecho a la vida,
pero no de lo importante que es el deber de vivirla”.
El tiempo no es oro, el tiempo es vida”.

Vitalista empedernido, luchador incansable y mirada crítica de nuestro tiempo, José Luis Sampedro pasará a la historia como uno de los pensadores más lúcidos y brillantes de los últimos años.
Conocido y reconocido por sus trabajos en el ámbito de la economía, la docencia y la literatura, no fue sino a raíz de su implicación en los movimientos del 15-M, más concretamente tras su colaboración en el subversivo e incendiario Indignez-vous! del diplomático y escritor francés Stéphane Hessel, cuya obra prologó en su edición española, cuando la sociedad española fue verdaderamente consciente de quién era ese anciano de mente brillante, memoria prodigiosa y aspecto afable que invitaba a las nuevas generaciones a rebelarse contra el sistema, hablando como uno de ellos, de libertad, de igualdad, de justicia, de compromiso y de vida, y convirtiéndose, a partir de ese momento, en un auténtico referente moral e intelectual para los indignados del movimiento “quincemayista”, nombre con el que le gustaba referirse a él.
José Luis Sampedro inicia su vida profesional como funcionario de aduanas en Santander pero pronto se traslada a Madrid donde decide cursar estudios de Ciencias Políticas y Económicas convencido de que estos podrían serle de utilidad en su profesión. Compaginó sus estudios con el trabajo de aduanero en el Ministerio de Hacienda que abandonó posteriormente para dedicarse de lleno al mundo de la economía. En este ámbito desempeñó importantes y diversos cargos en el Banco Exterior de España y, tras su vuelta del Reino Unido donde fue profesor visitante durante tres años, trabajó como asesor económico de la Subdirección General de Aduanas, o como profesor en la Escuela Diplomática, en el Instituto de Estudios Fiscales o en la Universidad Autónoma de Barcelona. En 1950, volvió al Banco Exterior, del que llegó a ser Subdirector General, y concluyó su carrera profesional de nuevo en la Subdirección General de Aduanas.
No obstante, y pese a haber desarrollado gran parte de su vida laboral entre bancos y números, el propio escritor ha comentado en varias entrevistas que muy pronto se dio cuenta de que le interesaba más la parte social de la economía que el arte de hacer dinero. De todos es conocida su frase: “Hay economistas que se dedican a  hacer más ricos a los ricos; otros se dedican a hacer menos pobres a los pobres”. Él siempre se considero parte del segundo grupo; de hecho en alguna ocasión introdujo una variación verbal afirmando. “otros nos dedicamos a hacer menos pobres a los pobres”.
De entre todas sus actividades la que más huella dejó en Sampedro fue la docencia, que ejerció durante treinta años en diferentes instituciones como la Universidades de Salford o Liverpool, a las que perteneció como profesor visitante, la Autónoma de Barcelona o  la Universidad Complutense de Madrid de la que fue profesor y catedrático de economía y ética, y en la que solicitó excedencia en 1969 por razones políticas.
Durante su etapa como docente en la Universidad de Madrid, fundó junto con otros profesores, entre los que se encontraban Enrique Tierno Galván, José Luis Aranguren, José Antonio Maravall o José Vidal-Beneyto, el Centro de Estudios de Investigaciones (CEISA), que seguía la línea de la Institución Libre de Enseñanza, en el que eran los alumnos los que demandaban las asignaturas que deseaban cursar pagando matrícula solo aquellos que podían hacerlo; igualmente los profesores que lo necesitaban cobraban un salario por su actividad, pero el resto lo hacía sin remuneración alguna. Este centro privado surgió como alternativa para “contrarrestar la grisura de la universidad franquista”, pero en 1965, a los tres años de su apertura, fue clausurado por el gobierno bajo la acusación de ser un foco de resistencia intelectual contra el régimen.
La huella que Sampedro ha dejado en la Universidad Complutense madrileña es imborrable; fundador y primer catedrático del Departamento de Economía Internacional y Desarrollo, dedicó a la enseñanza gran parte de su vida tratando de trasmitir a sus alumnos un modo diferente y novedoso de concebir las ciencias económicas. Con un enfoque personal, cuyo valor se aprecia hoy más que nunca por lo acertado de su tratamiento, renovó la forma tradicional de acercarse a este tipo de estudios haciendo patente la necesidad de un enfoque estructural (de toda la estructura social, de sus instrumentos, mecanismos y relaciones) en el análisis económico; para Sampedro, esta disciplina no es sino una ciencia social, humanística y aplicada, es decir, un saber que debe ser analizado desde la sociedad y enfocado   al servicio de la misma con la única finalidad de hallar un sistema justo y viable capaz de  paliar las desigualdades sociales.
Según el profesor, al que gustaba autodenominarse “metaeconomista”, la economía no puede ni debe estudiarse como un elemento ajeno a la sociedad, sino necesaria e íntimamente relacionado con ella, y en ese sentido los grupos humanos  y las estructuras de poder no pueden quedar al margen de un análisis económico pues son, con sus conflictos e intereses, los que marcan el devenir económico; ellos deben ser, pues, la causa y el fin. Como ha señalado Pedro José Gómez Serrano, actual director del departamento, su magisterio siempre estuvo marcado por “tres rasgos distintivos que no deberíamos perder quienes nos dedicamos a la docencia: el espíritu crítico, la visión amplia y la pasión por lo humano”; en palabras del propio Sampedro, es necesario “crear una economía más humana, más solidaria, capaz de contribuir a desarrollar la dignidad de los pueblos”.

En una de las primeras entrevistas que su mujer, Olga Lucas, concedió a los medios tras el fallecimiento, manifestó que “de lo que más satisfecho se sentía era de su labor como docente. Encontraba exalumnos hasta “debajo de las piedras”, y le reconfortaba mucho cuando se le acercaban a saludarlo”. De hecho, todos los Ministros de Economía que han gobernado en nuestro país desde la Transición han pasado por sus aulas (es evidente que ninguno de sus famosos alumnos aprovechó las enseñanzas de tan eminente profesor).
Optimista y vitalista hasta sus últimos días, aunque sin perder contacto con la realidad que se impone a lo largo de la historia, José Luis Sampedro siempre defendió la posibilidad de transformar el sistema establecido y no dudó de que el futuro traería, de mano de las nuevas generaciones, un orden diferente; si bien su optimismo es relativo, pues en más de una ocasión se ha referido a la inmensa y comprometida revolución que supuso el mayo del 68 y el cambio que operó en el mundo occidental: una transformación que siendo diferente trajo consigo unos valores igual de nefastos, germen del neoliberalismo que ha culminado en un capitalismo salvaje, cuyo bien supremo es el dinero, considerado por el autor el origen de la profunda crisis en la que se halla inmersa la sociedad española y el mundo, en general; una crisis que no solo es económica sino, y especialmente, de valores. Ya hace años que el eminente pensador, cual acertado visionario, predijo el fin del sistema capitalista que ya ha agotado su existencia, asegurando que tras este desenlace surgirá necesariamente algo distinto: “El desarrollo sostenible es insostenible” –afirmará.
Pero si su faceta como economista ha sido relevante y decisiva para entender el funcionamiento de los sistemas económicos, no lo ha sido menos la labor como escritor, de la que siempre ha ido de la mano y que ha dejado en el panorama literario algunos títulos de excepcional calidad.
Los primeros coqueteos con la escritura se remontan a su infancia en Tánger donde con solo ocho años compuso los primeros versos, inspirados según él mismo ha recordado en la noticia de un robo:
Vino la Guardia Civil
y se los llevó a los cuatro
a un huerto con perejil”.
Quería que la rima fuera consonante pero en entonces  no se me ocurrió nada mejor. ¡Se ve que de pequeño ya era espabilado!”- comentaba en tono jocoso.
Aunque el propio escritor ha manifestado en numerosas ocasiones que su llegada verdadera  al mundo de las letras se produjo tras su jubilación, también ha declarado que fue tras finalizar la guerra civil cuando tuvo claro que quería escribir aunque no había decidido en aquel momento por qué género literario decidirse; ese fue -según explica- el origen de la revista Uno que él mismo elaboró por completo, desde los poemas a las ilustraciones, y en la que publicó sus primeras composiciones, influido por las lecturas de escritores como Baroja, Unamuno, Azorín, las hermanas Brönte o Virginia Woolf. “Fue una especie de ensayo, de palotes, para ver qué género se me daba mejor” -comentaba el escritor. De hecho, el primer ejemplar se encuentra dividido en cinco bloques muy diferentes entre sí: poesía (“Eusebius” y “Florestán”), un ensayo sobre Montaigne, teatro (una “ fingida traducción de una obra de teatro, inspirada en O´Neil”),  un homenaje a Unamuno y un cuento titulado Manual de contabilidad. Todos los textos aparecen firmados por diferentes autores, que no son sino pseudónimos de él mismo: Martín Ballesta o Adolfo Espejo (inspirados en los que Schumann utilizaba como crítico de música), Francisco de Camino y Lorenzo Adarga.
Uno de sus géneros preferidos fue el teatro para el que compuso obras como La paloma de cartón (Premio Nacional de Teatro Calderón de la Barca en 1950) o Un sitio para vivir. Las primeras novelas, La estatua de Adolfo Espejo y La sombra de los días, fueron compuestas en Santander cuando el autor contaba diecinueve años de edad, aunque no fueron publicadas hasta años después.

No obstante, aunque la jubilación le permitió dedicarse por completo a la escritura sin tener  -como él mismo ha comentado- que levantarse a las cuatro de la madrugada para escribir, desde el principio logró compaginar sus tres actividades principales, la economía, la docencia y la literatura en la que cultivó todos los géneros, dejándonos títulos de excepcional calidad, especialmente en narrativa, entre las que destacan El río que nos lleva (escrita en 1961 y en la que el autor revive los recuerdos de su adolescencia en Aranjuez donde estudió bachillerato; Berlanga o Camus  intentaron llevarla al cine pero ello no fue posible hasta 1989, cuando Antonio del Real llevó a cabo la adaptación cinematográfica, con la ayuda del propio Sampedro como guionista. La película fue proyectada por primera vez en la Sección de la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes, y posteriormente declarada “película de interés” por la UNESCO por su contribución a la defensa de los valores culturales y ecológicos de la zona del Alto Tajo); Octubre, octubre (a la que él mismo denominó “mi testamento vital”), La sonrisa etrusca (inspirada por el nacimiento en 1980 de Miguel, su único nieto), La vieja sirena, El amante lesbiano, La senda del drago (ambientada en Tenerife, isla en la que residía durante largas temporadas) o Monte Sinaí (surgida de la experiencia del escritor en este hospital neoyorquino donde en 1995 fue tratado por una seria infección que el afectó al corazón; en ella se muestra una profunda reflexión sobre la fragilidad de la condición humana y la proximidad de la muerte).
De su faceta como economista surgen también algunas de sus obras más conocidas sobre asuntos relacionados con este ámbito, en las que el autor refleja y trasmite su particular visión tanto de esta disciplina como de la función de los que se dedican a ella en la sociedad del momento; algunos de esos títulos son Realidad económica y análisis estructural (1959), Las fuerzas de nuestro tiempo (1967), Conciencia del subdesarrollo (1973), Economía humanista. Algo más que cifras (2009), Conversaciones sobre política, mercado y convivencia (2006), El mercado y la globalización (2010) o su última obra La inflación (al alcance de los ministros), en colaboración con Carlos Berzosa.
De su extensa bibliografía habría que destacar algunas otras obras que, en mi opinión, son excepcionales y se encuentran a caballo entre los dos bloques anteriores como La ciencia y la vida (fruto de las conversaciones mantenidas por el autor con el cardiólogo Valentín Fuster, que lo trató en el Monte Sinaí y al que desde entonces le unió una profunda amistad, durante los tres días que ambos pasaron juntos en el Parador de Cardona, para dialogar sobre  la vida y la muerte, el individuo o la sociedad);  los dos libros de cuentos Mar de fondo y Mientras la tierra gira, conjunto de relatos escritos a lo largo de su vida en tercera y primera persona, respectivamente, que presentan una enorme variedad de asuntos; o Escribir es vivir, en la que se recopilan las conferencias y lecturas que el pensador preparó para los cursos de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander.
Mención aparte merece el discurso académico “Desde la frontera”, centrado en el consumismo y sus nefastas consecuencias en la sociedad actual, pronunciado el día 2 de junio de 1990 con motivo de su ingreso en la Real Academia Española de la Lengua en la que ocupaba el sillón F.
En 2011, como reconocimiento a toda su carrera, el escritor fue distinguido con el Premio Nacional de las Letras, cuya noticia recibió en su casa de Mijas con un sencillo “estoy contento”. El galardón honraba su labor como escritor destacando además la relevancia de su pensamiento humano y comprometido con los problemas de su tiempo, lo que le permitió conciliar los escritos económicos con los literarios.
José Luis Sampedro siempre será recordado como un hombre sencillo, humilde y discreto, y a la vez como uno de los pensadores más sobresalientes, lúcidos y comprometidos de nuestro tiempo, un humanista en el más estricto sentido de la palabra, que desde su posición y con la única arma que poseía y en la que creía, la palabra, supo luchar por un mundo más digno, justo, humano, y habitable; por una vida digna, una vida que mereciera la pena ser vivida pues, en su opinión, todos estamos  obligados a vivirla.
Nunca pretendí hacer historia, sino comprender mejor el amor y el poder, esas dos grandes pasiones de todos los tiempos”. (La vieja sirena).
En una de las últimas apariciones públicas -y multitudinaria- de José Luis Sampedro en octubre del 2011, durante el ciclo “Autobiografía Intelectual” en la Fundación Juan March de Madrid, el escritor de 94 años, que deleitó al auditorio recordando algunos de los momentos más importantes de su vida, no pudo sustraerse a proclamar de nuevo, como siempre lo hiciera, su apego a la vida, su alegría y su pasión por ella:
Cada cultura ha tenido su referente: los griegos, el hombre; La Edad Media, Dios; ahora, el dinero. Para mí, el referente es la vida. Hemos recibido una vida y vamos a vivirla hasta el final”.

miércoles, 6 de marzo de 2013

El morbo vende: Cincuenta sombras de Grey

Con más de 40 millones de lectores en el mundo y traducida a más de 30 idiomas, la trilogía de J.E. James se ha convertido en el fenómeno social y editorial más sorprendente, extraordinario y desmedido  de los últimos tiempos, solo comparable, en mi opinión, a la saga de Harry Potter, si bien, las ventas solo del primer libro de las escabrosas relaciones entre Anastasia Steele y Christian  Grey superó  las de la saga completa del aprendiz de mago, según informes del gigante americano Amazon.
Cincuenta sombras de Grey se ha alzado en solo un año con el título de “novela  británica más vendida de todos los tiempos”, como afirmó  la editorial el pasado mes de agosto,  a razón de un millón de copias semanales durante meses, lo que se ha traducido en unos más que escandalosos 145 millones de dólares de ganancia para la empresa y en una no menos millonaria cuenta corriente para la autora en un tiempo récord.
Tras el pseudónimo de J.E. James se esconde una editora ejecutiva de televisión, Erika Leonard, que un buen día decide lanzarse a escribir y que -según se dice- en tan solo un año compone la trilogía completa de lo que ella misma califica como “historias de amor provocativas, solo para adultos”.
No obstante, la novela se gesta varios años antes, como un tipo de narración denominado  fanfiction (relato escrito por fans de algún género que utilizan como base las ideas de otro escritor, o sea, un tipo de ficción no original) de la saga Crepúsculo bajo el título Master of the Universe (El amo del universo), es decir, James creó su historia erótica  basándose en la trama y utilizando los personajes de la ya famosa Crepúsculo, que  fue publicando por capítulos (bajo el nick “Snowqueen's Icedragon”) durante los años 2009 - 2011 en una web gratuita dedicada a este tipo de obras no originales, de la que serían posteriormente eliminados por la autora para, tras realizar algunas modificaciones y sustituir los nombres de los protagonistas, ser presentados como  novela original, desligándola así por completo de las historias vampíricas de Meyer. Los pequeños relatos fanfics en el que la tensión sexual no resuelta de los vampiros aparecía consumada, se convirtieron en las tres novelas, cuyos derechos compró la editorial Vintage Books (una división de Random House) que publicó finalmente bajo el título de Fifty Shadows. Pese a los intentos de la editorial y de la autora por defender la originalidad de la obra en comunicados y declaraciones, la “sombra” de la copia planea sobre las “sombras” de Grey.  De hecho algunos medios americanos han etiquetado  Cincuenta sombras como “Crepúsculo erótico”, y no van, en mi opinión, desencaminados pues las similitudes que presenta con la saga vampiresca son más que evidentes.
Pero dejando aparte la polémica sobre la originalidad del texto, es innegable que hoy por hoy esta aventura de amor y sexo se ha convertido en un auténtico fenómeno social; denostada por unos –incluso prohibida- y alabada por otros, el libro presenta la escabrosa relación entre  un rico y atractivo empresario, Christian Grey, y una muy joven estudiante de literatura, Anastasia Steele. Hasta aquí nada distinto a otras muchas novelas eróticas de amor y seducción; si bien en esta ocasión el “romance” entre ambos se aleja bastante de lo convencional pues los protagonistas -hombre experimentado y muchacha inexperta- mantienen una inquietante y adictiva relación de dependencia, de dominación sadomasoquista, en la que la joven es usada como mero juguete sexual para satisfacer las necesidades de su amo-amante, representando un rol de sumisa que, traspasa el ámbito las propias relaciones sexuales, condicionando absolutamente su vida fuera del “cuarto de juegos”.
Grey  es un personaje manipulador, enigmático, oscuro y desequilibrado, con un afán desmedido por mantener el control, un individuo que disfruta sabiéndose superior a los demás. No es solo el sexo, ni por supuesto el  amor -que no siente- lo que verdaderamente excita a Grey; su verdadero placer radica en ejercer el poder, en sentirse importante, casi un dios –dios también del sexo- controlando todo lo que le rodea, especialmente a las personas, a las que intimida con su mera presencia:
            Para tener éxito en cualquier ámbito… hay que dominarlo, conocerlo por            dentro y por fuera, conocer cada uno de sus detalles.”
El placer no consiste solo en el goce sexual sino –incluso más- en el deleite que se deriva de ejercer una notable influencia sobre la vida de los otros, en observar su servilismo, ser envidiado y al mismo tiempo admirado, convirtiéndose en un auténtico “amo del universo” (título original de la historia). La explicación es muy fácil y se resume en uno de los clichés lingüísticos de la novela: “Porque puedo”.
Lo que descubrimos en el trasfondo de esta primera parte de la famosa saga no se trata solo de una relación de manipulación o dominación sexual, nos encontramos ante lo que se conoce como “erótica del poder” y que va más allá del puro sexo; en esa sensualidad radica el atractivo del protagonista,  que obnubila a  Anastasia y le hace perder la razón, estimula su deseo y la necesidad inevitable de satisfacerlo. La vida de Ana sufre un cambio radical tras conocer a Christian y toda ella queda  reducida a un único propósito: complacerlo, relegando sus necesidades propias a un segundo plano.
Con todo, y pese a  que la historia pueda parecer un ejemplo de lo que hoy ha dado en llamarse “violencia de género” , es decir, contra la mujer, en el libro se plantea una relación libre y consensuada, así la entiende Grey, y de ahí la necesidad que siente de que ella firme un contrato o acuerdo de confidencialidad (cosa que nunca llegará a hacer) y la constante repetición de que solo harán lo que ella desee hacer; en el libro hay escenas de maltrato, físico y psicológico, es cierto, pero no de malos tratos, como muchos lectores al parecer  han interpretado. En este tipo de relaciones conocidas como BDSM (sexo extremo y no convencional basado en el bondage, disciplina y  dominación, sumisión, y sadomasoquismo), los participantes deben acordar el tipo de prácticas que desean realizar; se trata, en esencia, de un juego de roles en el que uno domina –el amo- y otro es dominado –sumisa- pero son relaciones bidireccionales,  de ambos roles, y ambos, por tanto, deben sentir placer con ellas: “Esta vez es para darnos placer, a ti y a mí, declara Grey, pues en caso contrario la sumisa puede acabar la relación con el amo en el momento que desee lo que sucede, por otro lado, al final de la primera novela de la trilogía.
El libro está plagado de estos momentos;  de hecho, aparte de los tórridos y excitantes encuentros, que van haciéndose más violentos y extremos conforme avanza la lectura, y al mismo tiempo la relación, la novela aporta poco más que los polvos salvajes y las prácticas bizarras de la pareja: “Yo no hago el amor; yo follo…duro.”, declarará el protagonista.  La trama, pues, es escasa, por no decir nula; la novela, mediocre, a caballo entre Corín Tellado y el Marqués de Sade;  y el texto se reduce a describir con todo lujo de detalles las diferentes prácticas sexuales a las que Grey, hombre atormentado, de oscuro pasado e inestable, somete a Anastasia, virgen e inocente, seduciéndola y “obligándola” a practicar todo tipo de fantasías sexuales. Típico argumento de peli porno que según  podemos leer en varias webs “está poniendo increíblemente cachondas a cuarentañeras de 37 países”.
No obstante, según aumenta el control sobre Anastasia  el “amo” comienza a verse amenazado al intuir que sus sentimientos hacia ella empiezan a transformarse y que el poder está sutilmente cambiando de rol; es ella la que poco a poco controla de forma apenas perceptible  la voluntad del macho dominador y esta nueva situación que se insinúa consigue  hacer tambalearse la seguridad de Christian y abre la puerta para las dos siguientes entregas de la saga que –debo confesar- no he leído ni creo que vaya a leer, en las que, según parece, entra en juego el amor, un sentimiento capaz de transformar la realidad, de cambiar a un individuo convirtiéndolo en una persona mejor; por amor a Ana el frío y distante demonio se irá transformando, hacia el final de Cincuenta sombras liberadas, en un tierno y comprensivo ángel, de sapo a príncipe azul. Un cuento con final feliz.
            “Nunca he dormido con nadie, nunca había tenido relaciones sexuales en mi        cama, nunca había llevado una chica en el Charlie Tango y nunca le había       presentado una mujer a mi madre, ¿qué estás haciendo conmigo?
La sombra de Grey se ha extendido por los cinco continentes y, si algo ha logrado, es romper numerosos tabúes respecto al sexo e introducir en las mentes y en las conversaciones de millones de lectores de todo el mundo un planteamiento poco convencional de las relaciones de pareja como algo aceptable, hasta el punto de que  gran parte de ellos ha manifestado haberse  animado a explorar el exclusivo mundo  del bondage. Todos, y especialmente todas, hablan ahora de Grey, de sexo, de látigos, esposas, azotes y juguetes. La sociedad de todo el mundo ha admitido la obra y con ello ciertas prácticas sexuales han pasado a ser socialmente aceptadas. Algunos psicólogos ya han destacado “el potencial sexual de la exitosa trilogía erótica” afirmando incluso que puede ayudar a mejorar las relaciones de pareja, y concluyendo  que “cuanto más tiempo pasemos pensando en fantasías sexuales, más bien irá nuestra vida sexual y será más sencillo que se encienda la llama en la relación de pareja. La obra, en fin, ha cautivado a millones de lectores en todo el mundo que se han enganchado a la saga seducidos por el erotismo que emana de sus páginas, mediante el cual se sienten transportados a un mundo poco o nada explorado que  ahora abre sus puertas de par en par, se hace público y se cuela en sus casas; lo que durante tanto tiempo ha estado oculto se destapa ahora para  restablecer la conexión –tal vez perdida- con el placer, la excitación y el deseo.
Ante este éxito apabullante, algunos lectores, entre los que me encuentro, se preguntan cómo una obra tan limitada, tan pobre técnica y argumentalmente, con unos personajes tan planos y poco creíbles que parecen sacados de una telenovela, una falta absoluta de dominio del lenguaje, rematadamente pobre, monótono y simplón, saturado de expresiones empalagosas, machaconas e irritantes del tipo “la diosa que llevo dentro…” (¡por Dios!), los “gruñidos” y “estremecimientos” repetidos hasta la saciedad, o el continuo apelativo “nena”, típico cliché de película porno, a lo que se suma una redacción y un estilo que evidencia serias carencias literarias, ha sido capaz de cautivar a lectores de todo el planeta hasta convertirse uno de los mayores best sellers de la historia.
En mi opinión, la respuesta es evidente: el morbo vende, y en este sentido, la historia tiene todos los ingredientes para triunfar: Rico empresario seduce a jovencita y la arrastra a un mundo oscuro de prácticas prohibidas. Típica novela de sexo, amor y lujo con final feliz. Al sexo duro, fantasía inconfesada de miles de mujeres, se le une otro componente no menos importante en el subconsciente femenino: el hombre guapo, rico, atractivo y poderoso. Porque si es importante la baza de excitar la imaginación mediante este tipo de fantasías eróticas, aun lo es más el hecho de que vengan de la mano del riquísimo, malísimo y atractivísimo Chistian Grey (grey=gris) que, bajo la apariencia de monstruo inaccesible, esconde un hombre elegante, delicado, tierno y sensible; el éxito del protagonista –y unas de las claves del de la novela- no está en su comportamiento violento y déspota,  de depravado y vicioso empresario sin sentimientos, en la imagen de hombre atormentado y esquivo con cincuenta sombras en su interior (“estoy muy jodido, Anastasia. Tengo más sombras que luces. Cincuenta sombras más”) sino el otro Grey, el de la cara oculta, el que arrastra un dolor del que trata de defenderse mediante una coraza de acero que lo mantiene a una prudencial distancia de los demás, el débil, el que sutilmente va emergiendo de vez en cuando y se muestra tierno y galante – paternal incluso-, el que duerme abrazado a Ana y la invita a conocer a su madre (cuando no la castiga o se la está follando); el que por primera vez se atreve a practicar con ella “vanilla sex” traicionando conscientemente su naturaleza salvaje y agresiva.
Por todo ello, según apunta la crítica, ha sido el sexo femenino el que ha sucumbido a las sombras del señor Grey y en concreto las mujeres de más de 40, universitarias y jóvenes mamás principalmente, por lo que se ha calificado la trilogía como “porno para mamás”. De cualquier modo, sea cual sea la edad de las lectoras, la obra ha sido catalogada como literatura para mujeres, ¿por qué?, no lo sé.
En opinión de algunos psicólogos “a las mujeres les gusta más el relato erótico que la pornografía porque fomenta la imaginación” y en este sentido la propia James ha comentado que “a las mujeres les gustan las fantasías sexuales porque la parte más erótica de su cuerpo está dentro de su cabeza”. Cierto. Y como lo sabe bien ha sabido elegir y combinar magistralmente todos los elementos con los que puede cautivarlas. Para el sexólogo Manuel Fló “la autora ha dado con la fórmula, ha sabido plasmar una curiosidad morbosa y tabú que estaba en la sociedad”.
Personalmente, no comparto la opinión de la existencia de una literatura diferente y diferenciada para mujeres y para hombres, y la famosa trilogía no es la excepción. La cuestión es, quizá, que las Cincuenta sombras han conseguido que muchas mujeres se lancen a hablar abiertamente de sexo y a reconocer que consumen este tipo de literatura que es, por otro lado, muy didáctica; ¿o hay alguien en el mundo, hombre o mujer, que a estas alturas no sepa lo que es un “polvo vainilla”?