“De lo que yo compuse juzgará cada uno a su voluntad; de lo que es traducido, el que quisiere ser juez pruebe primero qué cosa es traducir poesías elegantes, de una lengua extraña a la suya, sin añadir ni quitar sentencia y guardar cuanto es posible las figuras de su original y su donaire, y hacer que hablen en castellano y no como extranjeras y advenedizas, sino como nacidas en él y naturales”. Fray Luis de León
“Las palabras no sólo significan, también evocan”. Álex Grijelmo
Cada día nos acercamos a un sinfín de textos
diferentes, ya sea para estudiarlos, como parte de nuestro trabajo, o con
intención meramente lúdica; y un elevado porcentaje de ellos está constituido
por traducciones. Conocemos perfectamente las obras de escritores rusos,
daneses, japoneses, árabes, checos, polacos o turcos, y las hemos leído
–sorprendentemente- sin entender una sola palabra de las lenguas en las que
fueron escritas. Esto es posible gracias a las traducciones aunque rara vez nos
planteamos en qué consiste esto que he denominado el difícil arte de la
traducción.
¿De qué hablamos cuando hablamos de
traducción? Todo el mundo sabe, o cree saber, lo que es
traducir. Se trata aparentemente de algo obvio: pasar lo dicho
en un idioma a otro idioma. Esto supone que se entiende perfectamente qué es lo
que el original dice para después traspasarlo fielmente al
idioma de la traducción. En principio, la fidelidad de este traspaso
quedaría garantizada por la elección del término adecuado en la lengua de
recepción.
Si se piensa que la única finalidad de la
traducción es reproducir el original en un idioma diferente, ésta supondría
únicamente una ayuda, un instrumento para ir al original (debido a la ignorancia
del mismo) y la traducción sería tanto mejor cuanto menos tuviera que decir por
su cuenta (el ideal sería nada), cuanto más dejara hablar solo al original. La
traducción es pensada así como un trans-porte de algo (el texto) que ya estaría
plenamente acabado en el original y podría ser trasportado sin mutación alguna
al idioma de la traducción en la que se conforma un nuevo texto que expresaría
exactamente lo mismo que el primero. Pero ¿es esto tan fácil? ¿es incluso fácil
entender las palabras con sus matices y sentidos, con las insinuaciones que
conllevan, aun en nuestra propia lengua?
Las expresiones del tipo una buena/mala
traducción, que tan frecuentemente empleamos, presuponen la posibilidad de
un modelo de traducción en relación al cual cualquier traducción puede ser
calificada como buena o mala, cuestión que, en principio, dependerá de la mayor
o menor preparación y destreza del traductor, es decir, de cuestiones tales como
el conocimiento que posea de la lengua origen y de la de destino, de su
habilidad para apreciar y plasmar en su nuevo texto las calidades estéticas del
original o, incluso, del cuidado que ponga en no omitir por olvido alguna
palabra o frase. Estos problemas al ser de índole práctica pueden subsanarse con
una debida formación lingüística, literaria y
estética. Pero, ¿se puede conseguir una buena traducción sólo
con estas destrezas?
En principio, hay que tener en cuenta que además
de estos problemas meramente lingüísticos a los que debe enfrentarse un
traductor, existen otros muy importantes de tipo cultural que
son bastante más complejos porque no se resuelven mirando un
diccionario o una gramática sino que exigen
recursos documentales y conocimientos culturales de las dos civilizaciones, la
de producción y la de recepción. La cuestión fundamental será encontrar
equivalentes que produzcan en el lector de la traducción el
mismo efecto que el autor pretendía causar a los lectores a los que iba dirigido
el texto original. Así pues, para realizar una buena traducción se necesitarían
algunas destrezas prácticas o técnicas como, en primer lugar, poseer un amplio
conocimiento lingüístico contrastivo en ambas lenguas (ser casi bilingüe) ya que
en la elección correcta del término adecuado se basará no sólo la buena
trasmisión de una lengua a otra sino también su estética; en segundo lugar, un
conocimiento exacto del nivel cultural y del contexto en el que se produce el
original, así como una gran habilidad para escribir en su propio idioma y para
leer la lengua del autor; en tercer lugar, se requerirían ciertos conocimientos
sobre el tema tratado en el texto para no caer en falsas
interpretaciones.
Pero incluso cumpliendo estas condiciones la
traducción presenta serios y complejos problemas pues no solo consiste en decir
lo mismo con otras palabras sino que se trata de pensar en una lengua lo que se
piensa en la otra y eso trasciende el mero hecho lingüístico para convertirse en
una cuestión filosófica.
Teorías y debates
Los debates en torno a la traducción no son
recientes; ya los encontramos en la antigüedad clásica en la que se formulaban
sobre dos supuestos, a saber, traducir palabra por palabra, o traducir las ideas
a cuyo servicio se pondrían las palabras y recursos de la lengua de destino. Por
consiguiente, según esto, ante la traducción (definida como la sustitución de un
texto de una lengua original por el equivalente en otra) cabrían dos posturas
teóricas:
1.- La traducción literal, que intentaría reproducir el texto original palabra por palabra sin atender a otras cuestiones. Estos textos no serían traducciones sino más bien transcripciones y se basan en la creencia, errónea, de que existe una correspondencia exacta entre las lenguas, entre un objeto y la palabra que lo representa, entre lo que el lenguaje dice y lo que quiere decir.2.- La traducción libre, que trataría de reproducir los efectos del original sin respetar la literalidad, pero manteniendo una cierta fidelidad intencional.
Antes de entrar en materia, conviene precisar que
un texto no es una mera suma de palabras o frases sino el resultado de la
combinación de fenómenos lingüísticos y extralingüísticos que conforman un
entramado complejo en el que convergen múltiples factores, a los que habría que
añadir la figura del traductor y su mundo (en el sentido más amplio:
espacio-tiempo, tradición, creencias…).
En la actualidad se impone la idea de que la
traducción lejos de ser una simple transformación lingüística es una negociación
entre culturas, entre diversas mentalidades: una vía de tráfico intercultural.
Traducir, en este sentido, no consistiría en trasmitir el texto o la cultura
originales sino hacerlos llegar de una determinada manera y no de otra. Nunca se
traduce sin más; es una labor que siempre se lleva a cabo desde y en un momento
y una sociedad particulares, con un tipo de lector en mente, a partir de una
disposición hacia la cultura y el texto original, contextualizados y concretos,
y con una intención y unas miras determinadas. La traducción no se produce en el
vacío; está en el mundo y, de hecho, se le exige que responda ante él.
Tradicionalmente, los estudiosos del fenómeno de
la traducción se han centrado en dos cuestiones esenciales: en primer lugar, el
interrogante sobre si realmente es posible o no traducir un texto; en segundo
lugar, -admitiendo que fuera posible- en cuál sería el método idóneo para
hacerlo o, lo que es lo mismo, explicar en qué consiste traducir.
Ortega, en Miseria y
esplendor de la traducción, manifiesta su opinión al respecto al afirmar
que “traducir es algo que sencillamente el ser humano no puede hacer”, y
defiende que es una utopía aunque reconoce que puede haber un acercamiento mayor
o menor entre el texto origen y el de destino; será mayor en ciertos discursos
como los de las ciencias naturales y exactas, y menor en otros como, por
ejemplo, la literatura en la que la tarea se complica en extremo al añadir la
dificultad de la forma, la voluntad de estilo (pensemos en el hecho de traducir
un texto poético manteniendo el ritmo o la rima que han sido creados a partir de
unos elementos lingüísticos determinados y muy concretos de la lengua original
que pueden no tener correlato exacto en la de destino).
En los textos científicos, el hombre se traduce a
sí mismo de una lengua a una terminología, no es una lengua natural, aquella ha
salido de ésta y ésta, en su segunda traducción, no tiene detrás una tradición o
estructuras de pensamiento y creencias. La traducción de textos técnicos, por
ejemplo, es relativamente sencilla ya que la lengua empleada es, en gran medida,
artificial, ha sido pactada y acordada, tanto en el léxico como en las reglas de
uso; es una lengua muy alejada del lenguaje natural y, en ese sentido, está
desprovista de ambigüedades, metáforas, vacilaciones semánticas, imprecisiones y
no se somete a los avatares a los que lo está cualquier lenguaje natural. En
este sentido debemos reconocer, con Ortega, que hay más
facilidad para traducir unos textos que otros, y que en los casos en los que la
identidad de términos y significados es imposible solo cabe la versión, una
aproximación mayor o menor al original que, por otro lado, abre ante el esfuerzo
del traductor una actuación sin límites.
Por otro lado, procede en este momento
cuestionarnos qué entendemos por texto original pues el lenguaje mismo,
en su esencia, es ya una traducción: primero, porque representa el mundo no
verbal, la realidad; y después, porque cada signo y cada frase son la traducción
de otro signo y otra frase. Este razonamiento puede ser invertido sin perder
validez: todos los textos son originales porque cada traducción es distinta,
cada traducción es una invención y en ese sentido constituye un texto único.
El poeta cuando escribe está traduciendo,
tratando de hacer transparente una experiencia vital no lingüística, a través de
metáforas, y así la poesía supone una nueva forma de entender la realidad: “Todo
es traducción”, señala Octavio Paz; y es que la traducción
subyace en toda comunicación humana; el puro lenguaje, el lenguaje natural, ya
supone una traducción del mundo que aparece desde la infancia cuando un niño
pregunta a su madre por el significado de los términos que no entiende en su
lengua. “La traducción -sostiene Paz- es el estado natural del hombre”.
Así las cosas, si se acepta la tesis de la
relación entre la lengua y la visión del
mundo, defendida por prestigiosos filósofos del lenguaje como
Humboldt, Sapir o Wolrf,
traducir sería una tarea condenada al fracaso de antemano, justamente porque
tanto la lengua original como la de destino reflejan visiones del mundo
diferentes y difícilmente reconciliables entre sí.
La teoría de Humboldt, acerca de
las diferentes visiones del mundo en las distintas comunidades lingüísticas,
suscitó en su día una larga y espinosa polémica con respecto a la traducibilidad
de las lenguas. La cuestión podría enunciarse así: si un texto está escrito en
una lengua que es el producto de la visión del mundo del pueblo que la habla y
al mismo tiempo condiciona el pensamiento del que la utiliza, ¿cómo será posible
traducirlo a otra lengua que es el producto y el condicionante de otra visión
del mundo? Consecuentemente, Humboldt no cree en la
traducibilidad absoluta pero sí, al igual que Ortega, en
aproximaciones y en la posibilidad de enriquecer una lengua y ampliar una visión
del mundo a través de la propia traducción. Es utópico pensar que dos vocablos
pertenecientes a dos idiomas diferentes (que el diccionario presenta como
traducción el uno del otro) se refieran exactamente a los mismos objetos. Como
declarará Ortega:
“formadas las lenguas en paisajes diferentes y en vista de experiencias distintas, es natural su diferencia. No sólo hablamos en una lengua determinada sino que pensamos deslizándonos intelectualmente por carriles preestablecidos a los cuales nos adscribe nuestro destino verbal. Cada lengua impone un determinado cuadro de categorías, de rutas mentales y algunas, con el tiempo, dejan de tener vigencia por lo que el lenguaje entonces es sólo una forma de hablar que no refleja esa realidad en la que se conformó”.
No obstante, lo cierto es que traducimos y leemos
traducciones; si bien, la cuestión estriba en determinar de qué hablemos cuando
hablemos de traducción; se trata de aclarar en qué consiste -en palabras de
Ortega- el esplendor de la traducción.
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