“La muerte no debe negarse. Intentarlo es una presunción. Infunde locura en
el alma. Absorbe la virtud. Envenena la amistad y convierte el amor en una
farsa”

Estos son solo algunos de los interrogantes que Helen
Garner nos plantea en su novela La
habitación de invitados con la que, en 2010, regresa a la ficción tras
dieciséis años alejada de ella.
Narrada en primera persona, la protagonista –Helen-,
al igual que su autora, es una escritora madura, independiente y vital, que se
ve obligada a afrontar la difícil, situación de acompañar a una vieja amiga
durante sus últimos meses de vida. Ambas son espíritus libres, seres
individualistas y autosuficientes por lo que, en cierto modo, el sufrimiento de
aquella es el suyo propio, al igual que la dependencia a la que se ve sometida
debido a la enfermedad.
Nicola, que vive en el otro extremo del país, ha
recurrido a Helen para alojarse unas semanas en la casa que esta posee en la
ciudad donde ha decidido someterse a un tratamiento alternativo, convencida de
que será un remedio eficaz para atajar el cáncer que padece. Helen, que vive
sola y sin obligaciones, aunque su nieta entra y sale constantemente de la
casa, prepara con esmero la habitación de invitados para que su amiga se sienta
lo más cómoda posible, y cuida en extremo todos los detalles, intentando
recordar los gustos y manías de Nicola, para que nada pueda perturbar su
estancia.
Ambas mujeres creen ser almas gemelas; de hecho, esta
similitud que las acercó en su juventud, mantenida a lo largo de los años, se acabo
transformando en una sólida amistad. No obstante, con el paso del tiempo, sus
vidas se han distanciado y su carácter parece incompatible: mientras Helen se
ha convertido en una mujer racional, cerebral y realista, poco dada las
fantasías, Nicola, por el contrario, continúa
defendiendo un pertinaz inconformismo frente a lo convencional y conservando
una fe ciega en lo alternativo, empeñada en aferrarse a un ingenuo idealismo.
Estas diferencias, que ambas habían ido percibiendo
sutilmente a lo largo de los años, salen a la luz con toda su crudeza tras el
reencuentro y la necesidad de hacer frente juntas a la enfermedad; en esta
ocasión –como siempre había sucedido- su actitud ante las circunstancias es radicalmente
opuesta y las discrepancias que se generan terminan por interponerse entre
ellas, abriendo una brecha cada vez mayor en una amistad que parecía inquebrantable
y que acabará por convertirlas en dos extrañas.
Lo que para Nicola es esperanza, ilusión, opciones y
alternativas, para Helen es miedo, falsedad, inconsciencia e ingenuidad. La
difícil situación que ambas tienen que soportar y la inevitable llegada de la
muerte las ha situado en posiciones dispares y enfrentadas, tanto por la propia
presión de los acontecimientos como por las soluciones que una y otra aportan:
Nicola se niega a aceptar su estado y, desahuciada por la medicina tradicional,
comienza un peregrinaje por cualquier persona, institución o lugar que pueda
ofrecer una esperanza de curación; Helen, por su parte, considera esta decisión
una actitud cobarde, aunque intenta desesperadamente no mostrar sus verdaderos
sentimientos y respetar en todo momento la decisión de su amiga, incluso a
expensas de irse destruyendo emocionalmente ella misma; odia la forma en que
aquella se miente representando un teatro que está muy lejos de la realidad y
desaprueba sus esfuerzos por fingir ante el resto del mundo que nada sucede
pues considera ridículo y patético vivir en un mundo de ilusión que regala
alternativa a la desgracia:
“No puedo seguir así -dije con voz aguda -. No soporto la falsedad. Me da asco. Al final acabaré perdiendo la cabeza.”
Helen no llega a entender en ningún momento -aunque lo
soporta y tolera en Nicola- que el autoengaño es en ocasiones la única salida,
el último esfuerzo y la última opción del ser humano para agarrarse a la vida,
y que nadie tiene derecho a dar bofetadas de realidad a quien que no desea
verla ni vivirla. A veces es necesario entender que la huida o la negación
también son opciones válidas para evitar el sufrimiento, la angustia y la
desesperación cuando no se tiene valor para asumir y aceptar lo inevitable.
La lucha interna de la protagonista es -en mi opinión-
el aspecto más interesante de esta novela en la que con crudeza, pero no de
forma trágica o sensiblera, incluso con algunos toques de humor en ocasiones,
el lector se va involucrando en una historia que podría ser la suya propia.
Poco tiene esta obra de ficción, de fantasía (además de las ya mencionadas
coincidencias biográficas con la propia autora), poco hay de novelado en ella,
quizá algunos detalles; relata una situación y muestra unas vivencias
absolutamente reales que desencadenan sentimientos intensos, desgarradores y
contradictorios:
“La miré allí, tendida en el sofá azul levantada, luchando por disimular el terror, y el corazón se me encogió de pena, amor y rabia”
No obstante, el verdadero sentido del libro va más
allá de mostrar la conducta y emociones de los personajes en este trance: enfrentando
a las protagonistas a una situación límite, profundiza en la naturaleza de ese
sentimiento universal y humano que llamamos amistad, mostrando hasta qué punto
este vínculo puede condicionar al hombre de tal modo que le obligue a
traicionar sus principios y alterar su modo de vida; mientras, por otro lado, cuestiona
el derecho que se atribuye un ser humano para exigir a otro determinados
sacrificios que puedan afectar su propia integridad apelando a esa relación.
Es obvio que la esencia de la amistad consiste en
adquirir el compromiso que constituye dicha esencia, pero es el límite del
mismo el que esta obra trata de desvelar valiéndose de una situación
extremadamente complicada en la que entran en juego factores físicos (de
dependencia), emocionales, principios de vida, miedos ancestrales, convenciones
sociales, problemas de conciencia...
Helen tendrá que decidir, y actuará según su propia
elección, pero cada lector, obviamente, encontrará en esta historia una
solución diferente a todos los interrogantes que su lectura genera.
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